domingo, febrero 24, 2008

¡Ay, ser de izquierdas!

Sé que es una tentación pueril, y que muchos verán en ello una simple boutade, pero a veces, muchas, me gustaría ser de izquierdas.

¡Qué alegría, poder decir a nuestros semejantes "soy bueno, listo y culto" en una frase más breve y menos chirriante: "Soy de izquierdas"! Di "soy de derechas" y todo el gesto se avinagra, la frase sale como una excusa, como una autoinculpación. "Soy de derechas" suena a "¡qué voy a hacerle, yo soy así, éstas son mis limitaciones!".



Bueno. Ser de izquierdas te hace bueno sin esfuerzo. Eres solidario con los que sufren, eres generoso, piensas en los demás… sin el inconveniente de perder un ápice en calidad de vida, sin tener que aguantar los rollos de un enfermo en un hospital, sin tener que desprenderte de algo que te gusta para darlo a otro. No. Yo soy de izquierdas. Eso basta. ¿Es usted de derechas? No tiene corazón, es un desalmado, un fariseo.



Soy listo. ¿Qué intelectual moderno tiene la derecha? Antes de que se me digan nombres: ¿Salen en la tele? ¿Se les respeta, se les sigue, se les cita en los medios? No. "Soy de izquierdas" significa que he pensado, que he reflexionado, que no me creo lo primero que me dicen. Todo lo contrario a confesar -admitir- que se es de derechas, que se sigue el camino trillado, "lo que te dicen los curas", acobardado de pensar por tu cuenta.



Soy culto. Dicen que no hay nada más absurdo que un obrero de derechas, pero discrepo: un artista de derechas. ¿Dónde se encuentra semejante monstruo? La izquierda lee libros; la derecha, revistas del corazón. La izquierda escribe, pinta, esculpe, rueda, canta, compone. Para la derecha, todo eso es farándula, gente poco seria, indigna de confianza.



La izquierda sonríe y la derecha frunce el ceño.



¡Ay, si pudiera ser de izquierdas! Me estarían abiertas las páginas de El País, las salas de ARCO, las productoras de cine, el poder y la gloria. Todo el resto de la izquierda me sonreiría, y la derecha me envidiaría de lejos, acabaría halagándome con sólo no meterme en política.



Pero es inútil: no puedo. Tendría que lobotomizarme, fingir que no sé lo que sé, que no veo lo que veo. Ignorar este tenderete, este retablo de apariencias.



Tendría que pretender que "solidaridad", en palabras de los políticos progresistas, consiste en robar a los que más producen para repartirlo entre los grupos privilegiados por el poder a cambio de su voto y su propaganda. Tendría que ignorar el siglo XX, una prueba tan gigantesca del fracaso de la utopía -peor: de la pesadilla atroz a la que lleva la utopía- para comulgar con la izquierda; dejar de pensar para no ver que los datos no cuadran, que las teorías progresistas no casan ni se sostienen, que todo acaba disolviéndose en el nihilismo de un Derrida o un Foucault. Que el pensamiento de izquierdas sólo tiene dos salidas: el Gulag o la nada, la disolución. Y los artistas son mayoritariamente de izquierdas porque nada hay tan delicioso como tener todas las ventajas materiales de mantenerse junto al poder y todas las ventajas emocionales y de imagen de posar como osado, transgresor y libre.

sábado, abril 07, 2007

San Carlos Borromeo y El País

Del caso de la Iglesia de San Carlos Borromeo de Entrevías, que tan oportunamente ha saltado en vísperas de Semana Santa, y, sobre todo, la reacción de los medios ‘oficiales’ como El País, pueden extraerse, al menos, tres interesantes conclusiones sobre la Iglesia Católica, su relación con el Estado y la naturaleza del laicismo.

Al menos en España, la Iglesia Católica es LA Iglesia. Igual que uno puede odiar a sus padres y haber renegado de ellos y, sin embargo, reconocerlos, el español que ha abandonado su fe sigue reteniendo el derecho de opinar sobre si determinadas conductas se ajustan o no a un credo en el que no cree. Dejar de creer, parece, nos hace preternaturalmente aptos para juzgar en materia de fe.

A nadie se le ocurriría censurar a los hindúes españoles sin decidieran cerrar uno de sus templos en los que el oficiante ningunea a Vishnú y reabrirlo como un centro de caridad; y nuestra exquisita sensibilidad multicultural nos impediría decir esta boca es mía sobre lo que hagan o deshagan los musulmanes en su parcela en materia de idoneidad del culto. Pero con la Iglesia Católica la veda está siempre abierta, y así El País puede pontificar “que unos niños comulguen con rosquillas no debería ser tomado tan a pecho”, sin que parezca importarle qué se supone que hace un fiel cuando comulga la Sagrada Hostia. Doctores tiene Prisa para juzgar.

La segunda conclusión es que la inmensa y secular labor humanitaria –caritativa es el nombre preciso- de la Iglesia Católica en todos los países a lo largo de toda su historia ha llevado a muchos a tomar el rábano por las hojas y a confundir las consecuencias con las causas, terminando por creer que la Iglesia es una enorme ONG internacional.

La labor esencial de ‘los curas’ es administrar los sacramentos y predicar el Evangelio. Hace no muchos años, esta frase habría sonado parecida a la de “dos más dos son cuatro”, una obviedad, pero en estos tiempos lo evidente es lo primero que se olvida. La labor de caridad es una consecuencia natural, podríamos decir que casi refleja, del mensaje salvífico de Cristo.

Si algo ejemplifica a la perfección que el mensaje cristiano no es un buenismo más o menos desarrollado ni una doctrina laboriosamente pergeñada por mentes preclaras es lo que celebramos este domingo, origen de toda la predicación histórica: Cristo –un hombre concreto- murió y ha vuelto a la vida. Le han visto muchos morir, y otros tantos le han vuelto a ver moverse, hablar, comer pescado. Esta inescapable materialidad, este relato inambiguo, perfectamente enmarcado en la geografía y en la historia, es el punto de partida de todo el mensaje, lo que lo hace inmediatamente atendible. Y lo que justifica que el mensaje del Resucitado se acepte o se rechace in toto, en su integridad. El custodio de este mensaje es la Iglesia. Y lo demás son… rosquillas.

La tercera conclusión es que el mundo nunca podrá tragar esto. En el mejor de los casos, la Iglesia será directamente perseguida; en el peor, los poderes de este mundo tratarán de secuestrarla, de instrumentalizarla para sus fines, de desactivarla convirtiéndola en una vaga ONG o en un medio adicional de control.

viernes, marzo 23, 2007

Manifestaciones

En una sociedad obsesionada con la demoscopia y elecciones cada cuatro años, las manifestaciones políticas me parecen casi siempre superfluas, cuando no nocivas. No soy demasiado partidario.

En cualquier caso, una manifestación es un motín constitucional, un levantamiento pacífico y reglado, una revuelta con permiso de la autoridad. Por eso las manifestaciones sólo tienen sentido contra el poder; en el mejor de los casos, son una muestra de impaciencia, pero siempre contra quien manda.

Marchar a favor del Gobierno tiene el intolerable regusto de un desfile del 1 de mayo en la Plaza Roja, el eco atroz del "¡Vivan las caenas!". Es como tomar las Bastilla a mayor gloria de Luis XVI

La verdad

Esto podría empezar con la pregunta inicial de un chiste clásico, aunque maldita la gracia que tiene la respuesta: ¿en qué se parecen el 11-M y el cambio climático? En que las partes más empeñadas en responder parecen las menos interesadas en la verdad. Que miles de personas se acercan a cualquiera de los dos problemas con una respuesta -con una verdad- empaquetada y lista para su consumo incluso antes de conocer a fondo el dilema.

Decía el poeta británico T. S. Eliot que el ser humano no puede soportar demasiada verdad, y todo lo que veo, leo y oigo parece confirmarlo. Todo parece volverse munición en esa lucha tribal con corbata que es la política. Si la verdad es la primera baja en cualquier guerra, en la guerra política es un arma, y se escribe siempre con minúsculas.

Es descorazonador que uno pueda predecir con un ligero margen de error de qué está seguro fulano sobre los autores de los atentados de Atocha o la verosimilitud de un cambio climático a medio plazo, según su adscripción política, cuando se trata de simples cuestiones de hecho; que la ideología lo tiña y corrompa todo, hasta lo que ha pasado o va a pasar, como si Sherlock Holmes declarara que el asesino es quien peor le caiga, subrayando las pruebas que parezcan confirmar su tesis y ocultando las que la contradigan. La verdad nos hará libres, sí, para empezar, libres de la telaraña de las ideologías.

El termo de Otegi

Ha dicho Otegi que va a esperar a De Juana “en la frontera de Euskal Herria” con un termo de sopa. Y no queremos dejar pasar un detalle tan conmovedor sin aportar nuestro granito de arena con una sugerencia, una receta para su piadoso termo. Es maketa, qué le vamos a hacer, de Extremadura, pero algo me dice que no dejará insatisfecho el delicado paladar del etarra: sopa de sangre, también llamada sopa matancera.

De Juana y los amigos de Otegi están bastante acostumbrados al ingrediente básico de este manjar, y no creo que les cueste encontrarlo en las cantidades necesarias para un termo; de hecho, sólo el propio De Juana ha desperdiciado materia prima como para alimentar a un regimiento, con sus 25 asesinatos a sangre fría.

Aun cuando mañana naciera una Euskal Herria independiente, aunque fuera punto por punto el paraíso euskaldún con el que sueñan, De Juana seguiría siendo un carnicero, un pistolero desalmado, asesino de personas totalmente inocentes, ajenas a los delirios del etarra. Sangre tan inútil. Que se la beba en termo.

No sólo de euros

Ha pasado una cosa curiosa, quizá por aquello de la heterogénesis de los fines, en la ideología de base, de andar por casa. Se suponía que fue Marx -y, por extensión, la izquierda- la que decía que todo se reduce a economía, y, por oposición, la derecha la que conservaba cierto cuelgue con la tradición cristiana y todo eso. Pero quizá sea porque con el socialismo real es mucho más fácil encontrarse sin papel higiénico o sin zapatos del 42 que con los sucios capitalistas, los progres de última hora son los que insisten en lo inmaterial, en la cultura e, incluso -ironías de la vida-, en virtudes de raíz cristiana como la solidaridad y la tolerancia, que ya me dirán qué tiene que ver con las lentejas. Y la derecha, por contra, maneja los números que da gloria verla.

En un sentido obvio, el marxismo ha fracasado; en otro, en cambio, ha triunfado incluso en la mentalidad de sus rivales declarados. Quiero decir que es difícil pensar que las cosas van mal si la economía va bien, que con vacaciones pagadas, televisión y doce marcas de café a elegir en el Carrefour cuesta que la gente juzgue mal a un gobierno en lo esencial. Si acaso, está la seguridad. Por lo demás, el ande yo caliente funciona a las mil maravillas. Nadie, en un pueblo bien comido y bien bebido, quiere fijarse en el millón de muertos que llevan ‘procesados’ las legales clínicas abortistas en su macabra historia.

Lo que hace menos un siglo era una obviedad -que el hombre no es una vaca y no sólo vive de pan- parece haberse convertido en una excentricidad, y soltarlo en pleno debate político sólo consigue hacer sentirse incómodos y desconcertados a los participantes, como cuando un borracho irrumpe con sus incoherencias en medio de una conferencia. Pero algo debe significar que las víctimas de suicidios en España hayan superado ya a los muertos en carretera este año. Quizá no les bastó elegir entre doce marcas de café.

Libertad

No hay concepto que más ame la gente en teoría y que más aborrezca en la práctica que el de libertad. "Libertad" es una palabra que queda bien en todos los lemas, en todas las proclamas, en todos los discursos. Pero, en el mundo real, no la apreciamos en los demás y nos da miedo en nosotros mismos. Queremos licencia cuando demandamos libertad, no consecuencias. Pensamos en la libertad en los términos de la canción de Nino Bravo: "Libre, como el sol cuando amanece yo soy libre". Precioso, pero el sol es cualquier cosa menos libre; es deprimentemente predecible, puntual como el verdugo y monótono como la jornada laboral de un funcionario.

La libertad real da vértigo; es saber que la responsabilidad por el camino que escojamos será sólo, o principalmente, nuestra. Por eso tienen un éxito casi invariable las políticas gubernamentales que restringen nuestras opciones. Siempre por nuestro bien, claro. Hace días me encontré en medio de un grupo de colegas -mujeres todas, en este caso- que discutían la posibilidad de que el Gobierno obligara a las pasarelas de moda a hacer desfilar a modelos menos delgadas, con el peregrino argumento de que de algún modo ‘forzaban’ a las adolescentes a procurar una talla imposible e insana. Todas eran partidarias.

La idea de que pueda existir un canon y de que las personas normales decidan que sólo unas pocas pueden alcanzarlo y que no vale la pena jugarse la vida en el intento parecía no entrarles en la cabeza. Somos demasiado tontos para decidir por nosotros mismos (error peligroso), y el Gobierno debe decidir por nosotros (error dramático).

Qué hace al Gobierno tan listo -como si saliera de una especie animal distinta- y, sobre todo, tan desinteresado que se preocupe de lo nuestro más que nosotros mismos, nadie sabe explicármelo. Pero, por favor, que nos salve de nosotros mismos.

Deshaciendo números

He conocido, como cualquier otro, a muchas personas en mi vida. Pero nunca me he topado con la gente. No he tenido ocasión de conocer a ese animal mitológico, a ese monstruo de bestiario medieval del que todo el mundo habla y con el que, ya digo, nunca me he encontrado. Se me objetará que ‘gente’ no es más que el colectivo de ‘personas’, pero hay demasiadas divergencias como para que crea que se trata del mismo animal.

Por ejemplo, cada vez que una persona me habla de la gente, se excluye sistemáticamente; ya sea para decir que "la gente cree lo que quiere creer" o que "es fácil engañar a la gente", cada persona que la cita se queda fuera.

Si esto parece anecdótico, otra prueba: la gente es plana, las personas son enormemente sutiles. Las empresas de demoscopia, los profesionales del marketing y otras personas que siempre están tratando de la gente nos cuentan, digamos, que este animal vota mayoritariamente socialista, o que en tal territorio se siente más de ahí que español en su mayoría. Pero cuando uno trata con personas, se encuentra con una realidad infinitamente más rica y bastante más ambigua; se encuentra gente que vota socialista sin ser socialista, porque no estaba de acuerdo con el PP y no encuentra otro modo de quitárselos de encima. O porque cree que cambiar el Gobierno de color de vez en cuando es sano. O es socialista en esto, pero no en esto otro. O era socialista cuando votó, pero no ahora. E incluso cuando la persona con la que hablas se ajusta casi perfectamente a ese modelo demoscópico, uno descubre que lo que votó es lo menos interesante y lo menos significativo de su persona.

Por eso, entre otras cosas, desconfío de los políticos, hechos a ver gente por rebaños, ‘bolsas’ de electores. Y por eso me encanta repetir la frase de Charles Péguy, esa de que "Dios sólo sabe contar hasta uno". Cristo no murió por la Humanidad, que sólo existe en la mente de los iluminados; Cristo murió por mí, por ti; por cada persona, con todos los colores que no capta ninguna encuesta.

La voz del amo

LA Cultura, hemos sabido esta semana pasada, está con el Gobierno. Como un solo hombre. La verdad es que suena mucho más imponente decir "la Cultura" que escribir los Bardem, Juan Diego, Loles León y toda esa troupe de cómicos, ¿no?

Ya es triste que, de todas las Bellas Artes y el pensamiento, la cultura haya quedado reducida a un puñadito de faranduleros y algún viejo autor con tantos premios oficiales como escasos lectores. Pero aún más triste, para los que atesorábamos el tópico romántico del artista bohemio, libre y contestatario, es ver a tanto presunto artista alabando al poder, apoyando al Gobierno. Chirría.

El adocenamiento debería ser anatema para el creador; el conformismo, veneno para los artistas. La desoladora explicación es que éstos no son sino funcionarios del arte, burócratas de la cosa, aprovechados y pícaros que tienen secuestrado el nombre del arte para seguir pasándose por caja a fin de mes, para vivir de la sopa boba oficial como dóciles empleados mientras juegan a la revolución con dinero ajeno.

Política en Belén

"Soy católico, y no concibo la historia sino como una sucesión de derrotas". Tras el pesimismo aparente de estas palabras de JRR Tolkien se esconde el secreto optimismo cósmico del cristiano que tan gráficamente se representa en la Navidad. Las más resonantes y recordadas victorias de Dios son siempre derrotas aparentes, como si Dios jugara siempre al escondite con los hombres -y ganara-, o como si cada una de sus proezas fuera un misterioso chiste.

Nacer en una de esas cuevas que los pastores de Judea usaban como refugio de sus ganados en invierno no es, por decirlo suave, el comienzo más prometedor para la carrera de quien ‘aspira’ a ser Rey de Reyes. Todos nos sabemos el final, y basta salir a la calle para advertir en las luces y las decoraciones que aún se recuerda ese ominoso principio, cuando las victorias de Alejandro y César y Napoleón pasan, sino olvidadas, sí al menos sin celebración. Apenas había nacido el niño en el establo y ya quería destruirlo el Poder, representado por Herodes. Un rey y su ejército contra el hijo de un carpintero: adivinen quién ganó. Cada cual puede sacar las conclusiones que quiera de todo esto, y la que quiero subrayar ahora aquí no es la más importante ni quizá la más obvia.

La mía es que aunque un católico debe participar en la vida pública y en la política, debe estar siempre en guardia contra la tentación de buscar en la política un trasunto de salvación, de construir el paraíso en la tierra. Un católico debería entrar en política como el que entra a vender seguros en un prostíbulo, sabiendo que la tentación es grande, sus fuerzas pocas y altas las probabilidades de acabar en algo muy distinto a lo que se pretendía en principio. Un católico debería ser, en cualquier partido, un correligionario incómodo, en el sentido de que un partido es una maquinaria de obtención del poder y serpenteará lo que sea necesario para obtenerlo, y el católico no puede alterar tan fácilmente sus prioridades, porque sabe que el poder no salva nunca y corrompe a menudo.

Que lo vea House

Me encanta House, aunque el argumento sigue siempre una línea idéntica: un enfermo cuyo mal no se descubre hasta el último momento, cuando ya está a punto de morir. Para alargar la intriga -y el capítulo-, la enfermedad principal tiene siempre síntomas ambiguos y causa enfermedades oportunistas o secundarias que inicialmente se confunden con la principal.


Los medios no paramos últimamente de hablar de la negociación con ETA, y está bien que lo hagamos, porque es lo que pasa ahora y porque es extraordinariamente grave. Pero si una Cameron, un Chase o un Foreman mediáticos plantease a House la negociación como la enfermedad de España, confío en que el genial médico haría girar su bastón entre sus dedos y respondería con alguna negativa ingeniosa y despectiva. La negociación con ETA es un problema, pero no es EL problema. Es el síntoma, quizá el más visible y aparatoso, de una enfermedad mucho más profunda.


La enfermedad ya la diagnosticó ese House del alma de los pueblos que es Benedicto XVI, el relativismo. El relativismo se expresa enseguida como equivalencia moral: sí, vale, el terrorismo es malo, pero, después de todo, una de cada cuatro mujeres es maltratada; es otra forma de terrorismo, otra ‘guerra’, como ha dicho Zapatero.


El relativismo ataca primero la capacidad intelectiva para anular después el sistema inmunológico. Las defensas del cuerpo social se vuelven locas y, en vez de atacar los gérmenes que buscan destruirlo, les pone la alfombra roja y se ocupa de minar los leucocitos descontrolados que aún quieren defenderse. El presidente ha descubierto que el camino más rápido para acabar con la amenaza de un ladrón es darle lo que pide, sin que le importe que eso anime a muchos más a dedicarse a tan cómoda y lucrativa tarea. Lo hace con ETA y, poniéndose la venda antes de la herida, lo está haciendo con la amenaza islámica.

Hombres y mujeres

Leo un cartel por la calle con una mujer y la frase "Ya no me humilla" y me pregunto cuándo nos volvimos imbéciles. Me refiero a colectiva, corporativamente imbéciles, tan esclavos que ya no nos choca que el Gobierno nos trate a todos como a idiotas.

Es lógico que el poder quiera engañar a los gobernados para llevar el agua a su molino, y comprensible que lo consigan en materias que no tenemos capacidad o interés por dominar. Lo enfermizo de nuestro tiempo es que nos engañan con lo que sabemos o deberíamos saber.

Puedo ver que el hombre es por lo general más fuerte y violento que la mujer, y que sea el principal responsable del maltrato físico. Pero ¿humillación? No voy a dar aquí un solo dato, no espigaré estadísticas ni citaré sesudos estudios. Prefiero recurrir a lo que debería ser el punto de partida del conocimiento de cualquiera: la experiencia. Mire a su alrededor: ¿le parece que hay muchos más maridos que humillan a sus mujeres que al revés? ¿Hay algo en el hombre que le lleve a una conducta así, que está absolutamente ausente de la mujer?

El problema es que para la creciente tribu de quienes van por el mundo con las anteojeras de la ideología, la respuesta es que sí. La igualdad es aburrida, al parecer, y si el prejuicio dominante durante siglos ha sido que la mujer es inferior, la reacción no ha sido acordar que es igual, sino afirmar que es muy superior. No con estas palabras, porque el pensamiento único rara vez tiene el valor de expresar lo que cree con palabras sencillas y unívocas.

Prefiere lo esquinado, presentar a los hombres como violadores y a las mujeres como seres impecables. Así, anuncios, series, películas que presentan a los hombres de un modo que provocaría ceses fulminantes y protestas airadas si lo hicieran con mujeres pasan entre risas y sin comentarios. La guerra de los sexos es la más idiota, porque sólo puede tener perdedores.

El alcalde Ikea

Ha dicho Jaume Matas, presidente de Mallorca, del alcalde Ruiz Gallardón que tiene "una cabeza muy bien amueblada". Siempre me ha dado grima la torpeza de esta metáfora, pero me viene muy bien para explicar uno de los grandes malentendidos de la democracia.


Entiendo que, para describir una gran inteligencia, se diga de alguien que tiene una mente afilada, o que su cerebro es como una maquinaria de precisión, porque una máquina, una vez acordado para qué sirve, sólo puede ser buena o mala, mejor o peor, según se adapte o no al fin para el que se ha inventado.


Pero amueblar es una actividad de un tipo muy diverso, tanto que pertenece a un universo mental diferente: salvo para decoradores con vena hitleriana, no existe, en propiedad, una casa ‘bien amueblada’, como no existe un plato ‘muy rico’.


No hay Arzak, Adriá o Arguiñano en el mundo que me hagan comer hígado.


Mi casa está bien amueblada, a mi modo de ver, porque la he amueblado yo (bueno, mi mujer, pero eso no hace al caso), siguiendo mi gusto y cualquiera es perfectamente libre para considerarla horrorosamente amueblada.


Y ése es el problema de la democracia. Sus enemigos hablan de ella como de la razón pura, como si fuera cuestión de elegir el camino correcto que, naturalmente, lo determina mejor el más inteligente. Pero la política, el arte de organizar una sociedad, se parece más a amueblar una casa que a construir un puente, en el sentido de que lo importante es que el diseño guste a los dueños, los ciudadanos. Por eso no se somete a votación popular el trazado de una carretera, y sí los sistemas políticos.


No dudo que la cabeza del alcalde de Madrid esté amueblada como para portada de Nuevo Estilo; la cuestión es si su disposición es la que gusta a los madrileños, si es el mobiliario con el que se sienten más cómodos.

Democracia

Como puede verse en el último sondeo del CIS, casi la mitad de los consultados se muestra ‘insatisfecho’con la democracia. Unos puntos más y estaremos ante la paradoja de una oposición democrática a la democracia.

Reaccionan, los pocos medios que han llamado la atención sobre este dato, echándose las manos a la cabeza ante esta colectiva blasfemia contra la diosa Democracia.

Indudablemente, es absurdo pretender que esos resultados de verdad significan que la gente esté insatisfecha con la democracia; es como decir que alguien está insatisfecho de que le hagan caso.

Si es que nos pierden las formas y, claro, perdemos el fondo. Si democracia significa algo, significa que las opiniones, ideas, costumbres, usos e inclinaciones del la gente común se ve reflejada lo más fielmente posible en los actos de gobierno. Y pretender que esto es lo que sucede ahora en España -o en la UE- son ganas de divertirse barato.

Temo mucho que sea lo contrario: nunca se había vivido un nivel de imposición de las ideas, prejuicios, inclinaciones y costumbres de las élites sobre la gente común tan abrumadora y minuciosa como ahora. Si hay ahora un problema fácil de identificar en la vida política internacional es el abismo cada vez mayor entre gobernantes y gobernados.

Impecablemente democrático no puede ser ningún régimen en este mundo pecador, porque el representante no es idéntico al representado. Y tampoco aspiro a que la democracia moderna refleje el sentir popular como la cristiandad en el siglo XIII que, sin urnas ni partidos, conseguía que la gente se rigiera por normas que, en una proporción abrumadora, había creado ella misma y según unos principios en los que prácticamente todos creían.

Nadie que haya pasado cinco minutos en un bar, hablando con el taxista o en la cola del supermercado puede ignorar que las opiniones que la gente vierte libremente rara vez se escuchan en los parlamentos.

Al final, democracia no es que la gente elija entre Hernández y Fernández -dos versiones ligeramente diferentes de las mismas ideas- cada cuatro años, que decida, dentro de una casta bastante cerrada, a quienes habrán de imponerles leyes e instituciones, sino que la gente pueda crear instituciones, como creó las universidades -sancionadas, no creadas por el poder-, los concejos o los gremios.

Adelante

Es una canción bonita, agradable, y lo bastante popular como para haberse convertido en el ‘jingle’ de la publicidad de un gran banco y en la sintonía oficial de Operación Triunfo. Pero si quiero hablar aquí de Adelante es porque me parece, en su estribillo, el perfecto símbolo de la progresía actual.


Me refiero a que pretende, como la ideología progresista, entusiasmar con la música y un texto que, si se medita cinco segundos, resulta más bien deprimente por su absoluta vaciedad: Adelante porque no importa la meta /el destino es la promesa de seguir.../Adelante.


Las ideas son algo demasiado fuertes y comprometidas para la sociedad de hoy, que prefiere sustituirlas por consignas de significado tan general que acaben significando cualquier cosa, con un buenismo y un impulso feel good que nos libere de la funesta manía de pensar.


Pensar es lo peor. Pensar es preguntarse, por ejemplo, si no importa la meta, ¿cómo podemos saber que vamos adelante y no hacia atrás?


Por eso la modernidad política se mueve tan cómoda entre términos que jamás hacen referencia a opciones reales, a absolutos: izquierda y derecha, conservador y progresista. Si un conservador es el que quiere conservar lo que hay, ¿significa que sería stalinista con Stalin y monárquico con Luis XVI? El progresista, ¿querrá seguir cambiando cuando llegue a Utopía?


No hay palabra que tenga peor prensa que la de dogma, pero, sin una idea clara e indudable de lo que consideramos bueno, deseable, ¿qué sentido tiene hablar de progreso? Tanto valdría hablar de retroceso, porque sin un punto al que hacer referencia, con el que guardar relación, hasta el relativismo es... relativo.


Si el destino es la promesa de seguir adelante, en cualquier situación o estado, permítanme que no lo considere una bendición, sino una condena a marcha perpetua.

Paisaje tras la batalla

Lo suyo ahora sería que hiciera un análisis, conciso y sesudo, de la combinatoria electoral catalana, uno esos estudios instantáneos del baile de salón postelectoral que tanto se parecen a las alineaciones que se ensayan en el bar antes de un derby o una final de la Eurocopa.


Me confieso incapaz. La sensación que me dejan estas elecciones es la de las cansadas maniobras del trilero, algo tan recalentado en las cocinas del poder que la distancia con lo que se supone que es la democracia -que la gente decida, sobre todo que decida sobre su propia vida- resulta ya abismal.


La alta abstención no es una anécdota, ni un signo de ‘modernización’. Tampoco es mero pasotismo incívico. Es, me temo, el voto gestual, pasivo, de una ciudadanía que ya desespera de que no se escuche su voz en medio de los cambalaches de una casta que, en lo importante, lo tienen ya todo atado y bien atado.


A todo esto hay que sumar el virus del nacionalismo, que tiene que ver con el amor a la tierra, grande o chica, lo que el tocino con la velocidad. El nacionalismo moderno no es ni siquiera, con ser malo, el viejo tribalismo redivivo en estado puro. Tiene casi más que ver con ese separatismo endémico que afecta a todo Occidente y que alimenta el victimismo latente en todo grupo humano, el deseo inconfeso de que nos digan que somos especiales, que nos han tratado mal y que nada de lo que nos pasa es culpa nuestra, sino del ‘coco’ opresor, llámese éste Estado central, Patriarcado, Paradigma Heterosexual, Colonialismo Blanco o Gran Capital. Es difícil sustraerse a su atracción, aunque el resultado es una guerra de todos contra todos en la que nadie habla claro, las responsabilidades personales se diluyen hasta anularse y sólo se benefician politicastros de aldea que aspiran a ser cabeza de ratón. Cataluña no se merece esto. España, tampoco.

Nada por aquí, nada por allá

Los ayuntamientos españoles nos han devuelto el perdido encanto de la magia. Sí, la de supercalifragilísticoespialidoso, abracadabra y birlibirloque; la que transforma calabazas en carrozas y fregonas en princesas en un instante.

Digamos que tiene usted un melonar no demasiado lejos de una ciudad importante. La tierra no vale ni el esfuerzo de plantar melones, nada, una risa. Y entonces llega el concejal de Urbanismo del pueblo más cercano y -¡voilà!-, con un golpe de pluma convierte el terreno, antes rústico, en urbanizable, y ya es usted un magnate del ladrillo, le ha tocado la loto. ¿Es o no es digno de Hogwarts?

Y ahora póngase en el lugar del hombre de la varita mágica, el poderoso Midas que convierte literalmente el estiércol en oro. Quizá sea concejal en un pueblo muy pequeño, con un sueldo suficiente, pero no para tirar cohetes. Y el hombre ve cómo su varita mágica convierte en ricos de la noche a la mañana a la gente mientras a él le cuesta llegar a fin de mes, con el poder de hacer fortunas y viendo cómo se mueven los millones delante de sus narices. Y él, servidor público, tiene que contentarse con contemplar el BMW de sus sueños al otro lado del escaparate del concesionario. Mientras, los señores que saben que de su decisión depende un pelotazo multimegamillonario, le insinúan que aquí hay dinero para todos, y que el que sigue siendo pobre es porque quiere. ¿Entienden?

El PSOE ha sacado ahora un ‘decálogo contra la corrupción’ que merecería un monólogo de El club de la comedia. Con la que está cayendo tienen que poner cara de que por ahí no pasan, cuando ya han pasado y seguirán pasando. Porque si de verdad quisieran atajar la corrupción y no meramente posar para la galería, la cosa está clara: quítenle ustedes la varita mágica a unos funcionarios para que no caigan en la irresistible tentación de hacer de aprendices de brujo.

La barbarie es la norma, no la excepción

Para un niño pequeño, una farola es tan natural como un árbol. Como el árbol, es inexplicable, ha estado ahí toda la vida -su vida- y es algo tan familiar como ajeno.

Es casi inevitable que cada hombre vea en su historia la verdadera historia, que el pasado remoto no sea el Paleolítico, sino la infancia, que confunda familiaridad con normalidad y que acabe dando por supuesto que lo que siempre ha conocido es ‘lo que hay’, la norma, y que todo lo que se aleje de ello es la anomalía. Por eso es tan difícil escribir buena novela histórica y tan fácil, por ejemplo, hablar del ‘escándalo de la pobreza’. La pobreza es un escándalo en el sentido de que hay muchos que tienen mucho al lado de muchos que no tienen nada, pero no en el sentido, que parece implícito en muchos mensajes, de que la pobreza sea algo antinatural; y es evidente para quien reflexione cinco minutos que en la naturaleza no hay carreteras, que la tierra no produce coches o televisores ni hay árboles que den teléfonos móviles en otoño. Ser pobre es nuestro destino por defecto, lo que hay cuando no se hace algo -mucho- por evitarlo.

Otro tanto pasa con la política. La democracia y el Estado de derecho no son la norma, sino la excepción, y lo difícil es ascender: caer es siempre lo más fácil. Tratamos los logros de la civilización como esos hijos de papá que se mueven entre privilegios como si fueran derechos que se les deben, olvidando que todas las instituciones, todo el progreso es un finísimo barniz que nos separa de la barbarie. El poder es, necesariamente, violencia tácita y, al menos, amagada, pero que no sea mera violencia desnuda y nada más se ha logrado a costa de mucho esfuerzo y una estricta vigilancia.

Ahora mismo, este gobierno está transmitiendo un mensaje peligrosísimo, está diciendo alto y claro que la violencia es un medio eficaz y legítimo -legitimado, al menos- de conseguir lo que se quiere, que ni siquiera hace falta una fuerza irresistible y abrumadora para doblegar al Estado de Derecho. Hemos resistido a tiranos que han sembrado España de cadáveres, y vamos a ceder ante una banda de pistoleros.

Juego de imanes

Cuando era pequeño, me fascinaban los imanes. Ponía tres o cuatro piezas sobre la mesa, las empujaba hacia el centro y, plas, cuando estaban suficientemente cerca se precipitaban unas contra otras hasta formar un solo bloque de metal. Para mantenerlas independientes, había que procurar que no se acercaran demasiado.


El poder es igual: tiende a ser uno, y lo será cada vez que las piezas –las competencias- en que intentamos dividirlo se acercan demasiado. El genio político occidental no ha estado sólo, ni principalmente, en el sufragio universal, en la elección de los gobernantes por el pueblo. Una tiranía electiva, incluso popular, es perfectamente posible, como ha demostrado la historia, y la mejor manera de que el pueblo se gobierne a sí mismo es garantizar amplias áreas de autonomía personal para que decida cómo quiere vivir y dividir el poder en poderes hasta cierto punto rivales y, en cualquier caso, distintos. Las constituciones tienen principalmente este sentido: garantizar las libertades individuales que el poder no puede anular ni recortar y limitar el poder dividiéndolo. Si Montesquieu “ha muerto” –en lapidaria frase de Alfonso Guerra-, toda constitución es papel mojado en lo importante.


Otros países, con más inteligencia política o más prevención contra el poder, eligen directamente a sus parlamentarios en unas elecciones, y a su presidente del Gobierno en otra, cada una a mediados del mandato de la otra, de modo que es habitual que uno y otro poder pertenezcan a ‘tribus’ distintas y rivales. En España, a la división de poderes le pasa lo que a mis imanes: están demasiado cerca para no convertirse en un bloque único. El legislativo elige directamente al ejecutivo –en una misma elección, para mayor desgracia-, y éste al judicial.

Las consecuencias de esto es que la división empieza siendo una mera ficción política y acaba no siendo ni eso. Cuando Zapatero ‘garantiza’ a Batasuna que podrá presentarse a las elecciones y que los tribunales no van a decir esta boca es mía al respecto, está ignorando con una desvergüenza casi de agradecer esta ficción, igual que cuando Batasuna se queja al Gobierno de lo que hacen los jueces. El resultado se llama burla de ley, como poco, o, mejor, totalitarismo democrático.

Repitan conmigo: las leyes TIENEN consecuencias

Que los políticos mienten más que hablan no es precisamente noticia de última hora, pero hasta ahora le ponían su poquito de picardía, algo del arte del trilero, dónde está la bolita, que ni aquí ni allá, no sé, se respetaba un poco más la inteligencia del personal. Pero los de ahora han debido decirse que para qué, si con tanta Logse, LOE, Televisión Española y 59 Segundos, que la reflexión no da para más, ya a la peña se le puede decir que los burros vuelan, todo está en que se diga muy serio y muy solemne. Así nos han hecho tragar ese cuento para descerebrados que es la negociación con ETA, y aquí estamos. Lo último ha sido de la Vice. Resulta que han aprobado una ley de divorcio que es como los mensajes de Windows ("¿Desea divorciarse? Sí/No?"), pero en más fácil, y a los seis meses de la ley, hala, un 21 por ciento más de rupturas. Se le pregunta a doña María Teresa si ve aquí alguna relación, causalidad y eso, y pone cara de madre superiora a la que le preguntan por los artículos de Victoria’s Secret: nada que ver. Miren, eso es una cosa muy íntima, y si los españoles quieren divorciarse, qué tendrá que ver la ley.


¿Y yo que preferiría que me dijeran que a ellos, plin, pero sin necesidad de que me tomaran por imbécil? La legislación siempre, pero siempre, genera incentivos. Y el hombre no mueve un párpado sin hacer antes un análisis coste-beneficio, sin que sea necesario que uno u otro sean económicos. Allá por la presidencia de Johnson, el Gobierno de allá creó un paquete de ayudas para las muy minoritarias madres solteras de los barrios deprimidos. ¿Consecuencia? El ochenta por ciento de los negros del Bronx nacen sin padre ahora. ¿Para qué aguantar un marido si el Estado se presta a serlo, un marido que, además, nunca va a abandonarte? Se llama la ley de las consecuencias no pretendidas, y funciona como un reloj. Y otro día hablaremos del Efecto Llamada, que se las trae también.

Mitos de origen

El nacionalismo, la penúltima idolatría, necesita los mitos.
Me parto. Ahora resulta que los británicos no descienden, en sus tres cuartas partes, ni de anglos, ni de sajones, ni de britanos, sino de vascos. La Genética de Poblaciones está dando muchas sorpresas y tirando por tierra muchos de los mitos de origen que todos tuvimos que aprender en el colegio y aun en la Universidad. Los estudios del ADN mitocondrial revelan, para empezar, que las poblaciones son relativamente estables, que las migraciones e invasiones que tanta huella han dejado en la cultura, el idioma y la identidad prestada fueron minoritarias, que lejos de desplazar a la población autóctona, los conquistadores se diluyeron en ella, constituyendo una casta dirigente en el mejor de los casos. Y que, en el caso británico, los ancestros de los actuales ingleses estaban, en sus tres cuartas partes, ya en las islas hacia el final de la última glaciación, allá por el Paleolítico. Y habrían llegado de la Península Ibérica. Ahora le veo más sentido a que la Ikurriña sea un plagio descarado y consciente de la Union Jack.


Los nacionalismos son una forma de idolatría con algo de chiste de humor negro y mucho de racismo bienoliente, del que no dispara las alarmas políticamente correctas. Y ninguno como el vasco en este sentido. Con poquísimos mimbres, un solo hombre, beatorro, estrecho y furibundamente racista, inventó un pasado, una bandera, el nombre de un país y hasta un santoral. Desde entonces, todo el prurito de los antropólogos de partido (PNV) parece no tanto descubrir el origen de este pueblo como negar que se pueda conocer algún día. Se nutren del misterio, de un legendario aislamiento eterno e imposible, para que no se les caiga el tenderete y sigan pisando alfombra los caciques de aldea. Y ahora, horror, vienen los científicos dispuestos a estropearnos el juguete, decirnos que los Reyes Magos son los padres y que para conocer vascos de casi pura cepa, nada como ir a Westminster.

No hay derecha

Una de las pruebas de que la manida división política de derechas e izquierdas es poco más que una trampa léxica es que, mientras la izquierda existe y se la puede definir grosso modo, apuntando algunas características comunes a todas sus ‘tribus’, la derecha, como Dios, sólo puede definirse por lo que no es. La izquierda se mueve al unísono; uno puede calcular de antemano cómo reaccionará la izquierda ante un hecho nuevo, y desde, digamos, la protesta incendiaria de los comunistas enragés hasta las moderadas reservas de los socialdemócratas, todas sus respuestas seguirán una línea, una tendencia. A veces, casi sería más propio denominarlo directamente una consigna.


La derecha, en cambio, sólo existe en el sentido de que así llama la izquierda a todo lo que no reconoce como propio, pero desafío a que se me cite un sólo punto ideológico común a todas ‘las derechas’. ¿Cómo puede agruparse bajo un mismo nombre a quienes creen que el Estado debe serlo prácticamente todo -como el fascismo histórico- y quienes defienden que no debería ser prácticamente nada -los libertarios-? ¿Qué tienen en común un ‘neocon’ yanqui permanente envuelto en la bandera de las barras y estrellas, deseoso de que Estados Unidos invada Siria e Iraq e intervenga aquí y allá, aun a costa de que el sector público explote, y un libertario del núcleo duro, para quien el Estado es siempre lo peor, o un ‘paleocon’ que ve la raíz de todos los males de América en su manía de meterse donde no le llaman?


¿Qué, entre un ‘teocón’ de la derecha religiosa con un objetivista rabiosamente ateo?


La izquierda ha seguido el consejo de Gramsci y domina el discurso cultural, pero no admite apenas disenso o diálogo en sus filas. Lo otro, lo de fuera, no es ‘derecha’, no es un bloque ideológico: es el reino de la libertad política y de pensamiento.

Ley y libertad

La razón más mezquina e ineficaz de oponerse a la Ley Antitabaco es que uno mismo fuma, y por eso he esperado a dejar de fumar para escribir esta columna. Del mismo modo, la razón más tristemente habitual para favorecerla es que uno no fuma. Y así esta ley se acepta sin apenas protestas porque los primeros son menos que los segundos y porque se ha perdido el gusto por la libertad. Oponerse a la ley porque se fuma no es amar la libertad; es amar el vicio. Y otro tanto puede decirse de oponerse a la ley por la razón contraria. En mi opinión, quienes se oponen parten de tres premisas falsas.


En primer lugar, que una usurpación de la autonomía personal de este tipo sólo afecta a la materia en cuestión, el tabaco, y no supone un precendente para que el Estado disponga más y más regulaciones sobre nuestra vida personal; es decir, que como a mí no me afecta e incluso me favorece, bendita sea, olvidando que el poder puede usar el mismo principio para atacar mañana algo que hacemos y disfrutamos libremente los no fumadores. Ya saben: "Primero vinieron por los comunistas..."


En segundo lugar, que la ley, el poder político coercitivo, es el único criterio regulador de la conducta social. Esto es especialmente peligroso. En todas las épocas en las que el poder estatal ha sido mucho más limitado -en todas las épocas salvo en el último siglo, en fin-, esa carencia no ha significado que cualquiera pudiera hacer de su capa un sayo en todo lo no legislado. La sociedad tenía muchos otros medios de presión para favorecer las conductas consideradas idóneas para el común, medios muchas veces más eficaces que la sombra de la ley y ante las que el propio Estado era impotente. Un gobernante no puede prohibir a unos vecinos retirarle el saludo al miembro incivil de la comunidad, ni puede forzar a una chica a reconciliarse con su novio calavera o, hasta hace poco, a un padre a desheredar a un mal hijo. Cuando el Estado entra cada vez más en asuntos que siempre se han considerado demasiado íntimos y sutiles para confiarlos al poder político, lo que se consigue es convertir a los ciudadanos en niños irresponsables que parten de la idea de que todo lo que no está prohibido está permitido, y que también lo está si, estando prohibido por la ley, es improbable que a uno le cojan.


En tercer lugar, que todo lo que se considera nocivo para el individuo a juicio de nuestras élites puede eliminarse por la mera aprobación de una ley; es decir, que el Estado puede forzarnos coercitivamente a ser justos y benéficos, como rezaba la Constitución de Cádiz. Esta última razón es la que más se está extendiendo y también la más peligrosa. No nos hace falta leer Un mundo feliz, de Aldous Huxley, porque todos los que nacimos en el siglo pasado hemos podido ver las consecuencias desastrosas de querer imponer el paraíso a punta de fusil.

¿Quién ha votado a Kofi Annan?

En su comparecencia en el Congreso, el presidente Rodríguez Zapatero ha aprovechado el anuncio del envío de tropas al Líbano y el apoyo del Partido Popular a esta medida para marcar distancias. Él, ha dicho, es un niño bueno y sólo manda tropas con claveles en la boca del fusil y bajo los auspicios de esos supercicutas que son los de Naciones


Unidas, no como Aznar el Sanguinario, lacayo de Washington. El líder de la Oposición, pero menos, le ha contestado que eso será ahora, que en Kosovo bien que mandaron tropas con la OTAN, y a la ONU que le fueran dando, y lo mismo en la primera guerra del Golfo. Muy bueno lo suyo, don Mariano.


Pero me parece que alguien ahí ha perdido una ocasión de oro para preguntar qué es eso de la ONU, qué legitimidad tiene y cuándo, en esta era genuflexa ante la Santísima Democracia, hemos votado a Kofi Anan, que ahora no lo recuerdo.


La ONU es una de esas instituciones que es como de mal gusto discutir; damos por hecho que constituye un benévolo supraestado, algo así como lo que fue el emperador del Sacro Imperio en la Baja Edad Media, y que representa a la comunidad internacional. Ya es hora de decir que esta es una ficción absurda, falaz y cada vez más peligrosa. La verdadera ONU es una monstruosa burocracia multinacional, inoperante hasta el chiste, corrupta hasta lo escandaloso y despilfarradora hasta lo prohibitivo. No puede ser de otra manera: están demasiado lejos de sus supuestos representados, para empezar, y, para acabar, es ridículo equiparar la representatividad de gobiernos elegidos por el pueblo con dictaduras terribles y tiranías descaradas. Un organismo donde el Irak de Sadam, la Cuba de Fidel y la Libia de Gadafi han sido miembros del comité de Derechos Humanos sólo puede ser un mal chiste, no un augusto senado ante el que debamos inclinar la cabeza y rendir el juicio.

No podemos conducir por ti

Nos salva la vida cada día, cuando no es por la paz alcanzada con ETA es con el carnet por puntos. Le debemos la vida.

De la farsa del llamado proceso de paz ya hemos hablado hasta la saciedad. Del carnet por puntos hablan ellos, que no hay día que no nos saquen alguna estadística con el número de no muertos, salvados por la providencial coerción de este gobierno y su paternal amenaza de dejarnos compuestos y sin coche. Uno no quiere quitarles la ilusión y recordarles que, con la que hay montada de controles y avisos, como para no conducir pisando huevos, y que cuando pasa la novedad, como ha sido el caso en Italia, la gente se relaja y las cosas vuelven por donde solían. No, la verdad es que no tengo la menor idea si es o no eficaz medida tan coactiva. Es posible que reduzca el número de muertos aunque, si es ese el objetivo último, el sumo bien, no hay duda que los accidentes se reducirían drásticamente si nos prohibieran coger el coche. De hecho, lo del carné por puntos no me indigna tanto como la campaña de Tráfico con que se acompaña, que concluye con un "no podemos conducir por ti" que, francamente, me pone los pelos de punta. Como la muerte de Dios ha dejado un hueco muy gordo, el Estado se ha precipitado a llenarlo, creando así una implícita religión nacional en la que nuestros gobernantes cumplen el papel de padres colectivos, omniscientes y todopoderosos. Al "no podemos conducir por ti" se le sobreentiende la coda "pero ya nos gustaría". Se han apropiado a medias de nuestros pulmones con la Ley Antitabaco, que va a hacer de nosotros unos cadáveres sanísimos, y ahora se lamentan de que, por ahora y en tanto la técnica no lo permita, no se pueden quedar con las llaves del coche. Lo malo es que no podemos gobernar por ellos…

Vacaciones

Comenta mi amiga Ana que el estado natural del hombre es el de vacaciones, y hace tiempo que no oía algo tan cierto. Y no es un comentario desesperado, del que tiene ya la cabeza en la playa o la montaña, porque lo más genuino del ser humano se revela en la libertad, y el otro nombre de las vacaciones es, precisamente, ‘tiempo libre’.


Por contenta que esté con su trabajo, por libremente que lo haya elegido, la persona no se revela en el trabajo, el trabajo no transmite lo más íntimo y característico. En el trabajo se hace lo que se debe, no lo que se quiere. No se eligen, normalmente, ni las tareas, ni los horarios; ni la gente con quien hay que tratar. Uno puede ser vocacionalmente vago y trabajar como Stajanov por miedo al despido; se puede ser un misántropo nato y pasarse el día repartiendo sonrisas, encantador, por la necesidad de llevarse un contrato o no peder a un cliente.


Pero las vacaciones son el tiempo de la libertad, y su esencia está en eso, no tiene nada que ver con lo que se haga. Si uno ve a alguien en una cuadrilla, con un mono, pintando una pared, no imaginará que está ahí con la brocha en un súbito impulso de deseo, sólo que se gana la vida. Si luego ve a otro en idéntica postura, pintando la pared de SU casa, la actividad del uno y el otro es la misma, pero, en un sentido profundo, tan diferente como si perteneciesen a mundos distintos. O, por citar un corpus vile, yo mismo no estoy escribiendo esta columna exactamente con el mismo espíritu con el que podría ponerme a escribir a mi aire debajo de una sombrilla dentro de escasos días.


La libertad nos revela, dice quiénes somos realmente, qué nos importa, qué nos interesa. Por eso las vacaciones no son un tiempo sobrante, tiempo, como dicen los que nos quieren máquinas, para ‘recuperar fuerzas’, para ‘cargar las pilas’ (odio especialmente esa metáfora mecánica). Son su tiempo, verdaderamente suyo.

Israel

Si yo fuera israelí, el dato que me quitaría el sueño no sería el de los nuevos misiles de largo alcance que está usando Hizbolá para bombardear Galilea desde el sur del Líbano, ni los secuestros de soldados presuntamente perpetrados por Hamas; ni siquiera el propio hecho de que Hamas, un ‘grupo armado’ cuyo principal punto programático es borrar del mapa al Estado de Israel, esté gobernando -es un decir- Gaza y Cisjordania. No, lo que me dejaría sin dormir por las noches es un dato del que se habla menos, pero que tendrá un impacto mucho mayor a la larga: la mediana de edad de los palestinos es 15,8 años. En la guerra de desgaste que mantienen los árabes contra Israel, ésta la cifra clave.


Israel tiene todo el romanticismo y todo el dramatismo de una fortaleza asediada. Israel no vive un estado de crisis; Israel ES un estado de crisis permanente. Desde el mismo día de su fundación, en 1948, el reducto judío en Oriente Medio ha vivido cinco grandes guerras con sus vecinos árabes y una continua, inacabable, guerra soterrada. Ha logrado constituir una democracia moderna, con prensa libre y una economía avanzada especialmente fuerte en alta tecnología, pero eso ha coexistido con una militarización agobiante y una perpetua sensación de asedio que no hace fácil la vida civil, con un servicio militar intensivo de dos años y estacional o en reserva durante casi toda la vida, con un presupuesto de Defensa desproporcionado y recurrentes psicosis de atentados.


Le deseo a Israel la mejor suerte del mundo, pero las cuentas no salen y el tiempo corre en su contra. Hay seis millones de israelíes, unos doce millones de judíos en total; los musulmanes son mil millones. Los israelíes, más prósperos que los palestinos, tienen menos hijos. Han tardado nada menos que dos mil años en volver a su tierra, a Eretz Yisrael , pero no puedo decir que vea con optimismo su futuro.

'Distinguo'

¿Qué les está pasando a las palabras? Las más inocuas se están tiñendo de una insoportable moralina con esta teocracia progre que nos desgobierna. Fíjense, por ejemplo, en la palabra ‘discriminación’. Discriminar no es más que distinguir con inteligencia; todavía es común en los países sajones leer el slogan ‘for the discriminating costumer’ ‘para el cliente que sabe distinguir’, referido a producto de calidad especialmente alta. Pero en tiempos de fe ciega, pensar es siempre un error.

Uno puede montar una empresa por mil razones: porque se ha descubierto un nuevo producto o servicio, por razones vocacionales, por que no se soporta depender de las veleidades de un jefe... Pero, afortunadamente, la empresa busca siempre maximizar el beneficio, ofreciendo lo mejor por el precio más bajo. Quien intente otra fórmula ya puede ir despidiéndose del mercado o tener unas reservas inagotables para soportar las pérdidas.

Y digo ‘afortunadamente’ porque la consecución del beneficio elimina del mercado sin necesidad de reglas ni leyes a quienes discriminen irracionalmente.

Eso hace especialmente idiota la llamada ‘Ley de Igualdad’. La democracia moderna es un sistema curioso por el que se reconoce que el pueblo sabe perfectamente lo que quiere al elegir a unos señores que se pasaran cuatro años diciéndoles que no tienen ni idea de lo que quieren y que, por lo tanto, hay que imponerles lo que es mejor para ellos. Miran las tablas, ven que, por ejemplo, las mujeres ganan de media menos que los hombres y no tratan de descubrir por qué. La respuesta les viene dada por su rígida fe: la discriminación. O, dicho de otra manera, los empresarios son tan tontos que están dispuestos a perder dinero negándose a contratar empleados más baratos e igualmente válidos hasta que su sueldo se iguale al de los varones, y todo por su prejuicios.

Imperialismo cultural yanqui

Vibra con él medio mundo. Gente de todas las razas y todos los continentes, desde árabes a latinoamericanos o polacos, están ahora pegados a la tele, unidos detrás de un balón. Y ese dato, el Mundial y los millones que convoca el fútbol en todo el mundo, es la prueba de que uno de los grandes mitos de nuestra era -el imperialismo cultural yanqui- es eso: un mito.

Los progres llevan tiempo llamando ‘imperio’ a Estados Unidos, sin que les haya detenido jamás la consideración de que hasta las malhadadas guerras de Bush han sido más parcos en invasiones que, digamos, Francia, y de que tienen menos colonias que, pongamos, Inglaterra.

Es odioso, odioso eso de que el ‘imperialista’ americano se muestre tan tímido para reivindicar su destino imperial y clavar la Old Glory hasta en el último rincón.

Europa Occidental, que ha podido mantener durante tantos años esa estafa piramidal conocido como Estado del Bienestar gracias a que los odiados yanquis se han ocupado de su defensa, comprensiblemente aborrece a América, porque las ofensas se perdonan a veces, pero los favores, jamás. Así que han inventado aquello tan vago de "imperialismo cultural".

Cosa curiosa, este imperialismo que no se impone y cuenta con la entusiasta complicidad del invadido. Es, como suele ser el caso en la izquierda divina, un poco sutil insulto a la inteligencia del común, demasiado idiota para darse cuenta de que en realidad no le gustan las hamburguesas ni la cocacola.

Pero dejemos eso y hablemos de fútbol. Pues bien, el mundo vibra con el fútbol y en los States no saben ni cómo se juega. Es un juego de niñas allí. Pero no parece probable, ¿verdad?, que los hinchas españoles vayan a pedir en breve que se destine el Bernabeu o el Camp Nou al fútbol americano, ni que Casillas vaya a cambiar la portería por un bate de base-ball.

Más que culturalmente invasor, EEUU es un alegre invadido, contento de convertir en comida nacional un plato alemán (hamburguesa) y otro italiano (pizza)

Y ahora, la publicidad

La publicidad es, en mi opinión, el arte más completo y significativo de nuestro siglo, y si no se le reconoce así es porque en esto, como en todo, hay mucha inercia. El mejor arte ha sido siempre comercial, y ha puesto todos los recursos al alcance del artista para expresar lo que desea y para complacer a su público. Goya pintaba reyes porque le pagaban reyes y Cervantes no escribió el Quijote para complacer a la crítica u obtener una subvención de un inexistente Ministerio de Cultura, sino para vender libros. Sus sucesores en esto son los creativos publicitarios, que consiguen la no pequeña hazaña de contar historias, manipular emociones y vender un producto combinando música e imágenes en un spot de veinte segundos. Los resultados son muchas veces verdaderas obras de arte que sólo el esnobismo cultural nos impide reconocer como tales.

Pero además, la publicidad es el arte de nuestra época porque la define bien. Es efímero, acorde con la capacidad de atención del público actual. Pero aún más representativo de los tiempos que corren es la enorme, salvaje desproporción de lo que se dice y cómo se dice con respecto al objeto del que se habla. Un cartel frente al que paso cada día tiene por eslogan "mi yo misterioso"; y el misterio del yo, de un alma inmortal que atesora vivencias felices y aterradoras, conmovedoras experiencias, crisis existenciales, reflexiones y fe... es un helado.

En ese sentido, la publicidad es un reflejo exagerado pero no infiel de nuestra época, en la que los mensajes son siempre urgentes y de la máxima importancia, en la que todas las bodas son bodas del año y todas las muertes, pérdidas irreparables (que se olvidan en una semana) y en la que se nos vende como paradigma de la felicidad vaciedades bien envueltas para regalo.

Lo 'social'

En una obra de teatro representada en la República de Weimar, el protagonista -y no Goebbels, como se suele citar- dice en un momento: "Cuando oigo la palabra ‘cultura’, echo mano a mi revolver". Yo, cuando oigo la palabra ‘social’, echo mano a la cartera.

Si las palabras montaran una olimpiada para ver cuál de ellas está más tergiversada en nuestra época, la competición sería muy reñida, pero tengo claro que ‘social’ estaría en el podio. De cada diez veces que la oiga, nueve -y me quedo corto- podría sustituirla por ‘político’ y la expresión ganaría en claridad y justeza.

‘Social’ es lo que hace referencia a la sociedad, es decir, a las relaciones libres de la gente, a lo opuesto a lo preordenado desde el poder. Social es que usted venda y compre, que trabaje, que críe y eduque a sus hijos, que se asocie con quien le plazca.

Pero en boca de un político, ‘social’ jamás se refiere a que la sociedad actúe y decida libremente y se las apañe como quiera, sino todo lo contrario: que los paternalistas gobernantes impongan a la sociedad la conducta que desean y que los muy díscolos, dejados a su arbitrio, no aplican.

Socialismo de todos los partidos

Corre por ahí una curiosa leyenda urbana, según la cual la Caída del Muro (no hace falta decir qué muro, ¿verdad?) ha desacreditado el socialismo. Más divertida aún es la versión según la cual vivimos bajo un régimen neoliberal y un pensamiento único capitalista.

La verdad de verdad, la verdad tangible y de todos los días, es que el socialismo avanza que es una barbaridad, no importa si el gobierno es nominalmente de derechas o de izquierdas. El socialismo -que no es otra cosa que organizar la vida desde las élites- es el poder por defecto, es lo que hace el gobernante cuando puede. El problema es que muchas veces no puede. Lo que se vio tras la debacle del comunismo es que, si nacionalizas todo de golpe y eliminas la libertad de mercado, la economía no funciona. Sí, queda el gobierno como único administrador, pero lo que administra es la pobreza. Dicho de otra manera: has matado la vaca y ya no hay leche que repartir.

Pero a la fuerza ahorcan, y el socialismo -repito: de todos los partidos- se ha hecho más sutil. No mata la vaca, la ordeña hasta dejarla seca; hay libertad de empresa, pero la economía está tan regulada y, sobre todo, gravada, que el Gobierno controla los frutos como Stalin sin molestarse en los procesos.

Exhibicionismo sentimental

Para un número cada vez mayor, los famosos -esas personas cuya vida y milagros registran revistas y programas de televisión sin razón aparente- se han convertido en parientes ficticios, en una familia alternativa de la que con frecuencia se sabe más que de la propia. Son como esos ‘amigos imaginarios’ que tienen muchos hijos únicos, como el ‘pukka’ de James Stewart en Mi amigo Harvey. Los amantes del famoseo les aman, les odian, se siente decepcionados o ilusionados por ellos.

Pero es la muerte del famoso lo que desata una oleada de emociones, muchas veces tardías y siempre desbocadas, salidas de madre; escenas de dolor y veneración cuasi religiosa en personas que nada tenían que ver con el muerto, que no le conocieron personalmente, de cuya vida el famoso nunca supo. Y me invade la sospecha de que hay en el fenómeno buena parte de exhibicionismo sentimental.

El escondite inglés

No me he asomado -no me atrevo- a los libros de Historia de mis hijos, pero cuando yo iba al cole lo que se llevaba, dentro de una impecable historiografía marxista, era lo que no se me ocurre otro modo de llamar que Escuela Lenta. Supongo que como reacción pendular a esa otra historia hecha sólo de sucesos puntuales, en la que unos romanos de impolutas togas veína de repente llegar una cabalgata furiosa de bárbaros a la ciudad como caídos del cielo poniendo fin a la Antigüedad, en la Historia que yo estudié todo eran procesos que avanzaban con la imperceptible lentitud de un glaciar. Para tener alguna influencia en la marcha de la Humanidad, los personajes históricos tenían que avanzar como jugando al escondite inglés: se movían, sí, pero no se les podía ver haciéndolo.

Quizá por eso me ha cogido por sopresa la verdad, a saber: en una sola generación puede cambiar todo. No hablo de variación; hablo de poner negro lo que era blanco, juzgar malo lo que era bueno, poner, en fin, el mundo al revés. La España de nuestros padres era abrumadoramente católica, en lo oficial y en lo privado, de palabra y de práctica; tenían tantos hijos de media los matrimonios que para ser familia numerosa había que tener una pequeña tribu. Sus hijos han cerrado el grifo y se han paganizado casi por completo. Y como España, Europa. Quién nos ha visto y quién nos ve.

Lo último ha sido la aparición en Holanda de un partido que quiere legalizar la pedofilia. Sí, ya sé que suena repugnante y criminal, pero espere usted los discursos satinados, el goteo en prensa de noticias favorables a la cosa, las películas con conmovedoras historias de amor intergeneracional, las series de televisión, la demonización de la Iglesia (que acabará quedándose sola; al tiempo...). Así nos han vendido todo lo que nos chirriaba hace unas décadas y hoy encontramos normal y aceptable.

miércoles, agosto 30, 2006

Al trantrán (Carta del diablo)

Apreciado Isacarón:

¡No me lo asustes! Te veo moviendo Roma con Santiago para poner ante tu pupilo tentaciones que le lleven a pecar a lo grande. ¿Todavía estamos con ésas?

Veo que no has aprendido nada. Igual que preferimos el atolondramiento irreflexivo del que nunca se para a pensar en lo importante a los más sólidos argumentos ateos –que eso de pensar es un vicio nefasto y no se sabe adónde puede llevar-, nos conviene más que lleguen a nosotros cargados de tibieza antes que de grandes crímenes. No olvides, por lo demás, que la gracia de nuestro arte es atraerles hacia nosotros a cambio de... nada. No hay nada que podamos ofrecerles, realmente, pero esa nada debe estar cuidadosamente envuelta en misterio y atractivo.

Un gran pecado puede poner en marcha el mecanismo aherrumbrado de su conciencia y llevar al arrepentimiento y la reconciliación con el Enemigo. No queremos más Saulos de Tarso ni Magdalenas, gracias.

No: déjale en esa modorra moral, que avance al trantrán hacia nosotros, sin sustos ni alarmas. Que su ira no le lleve al asesinato, sino a hacer la vida imposible a su familia; que su envidia no consista en planificar la destrucción de sus colegas, sino en ponerles verdes; que su pereza no lleve a que le despidan –puedes incluso hacerle laborioso de 9 a 6 entre semana-, sino a ser negligente en el amor a los demás y, sobre todo, a descuidar su alma; que su soberbia no le haga ambicionar los tronos y potestades, sino que le llene de la vanidad ridícula e inconsciente que llaman amor propio; que su lujuria no se concrete en orgías, sino que adopte, en lo posible, el lenguaje del amor o, más divertido, de ‘sana libertad sexual’.

No somos quisquillosos, y aceptamos que nuestros clientes lleguen ‘a casa’ al volante de un Lamborghini; pero la gracia está en verles llegar en un Panda.

Asmodeo

domingo, mayo 28, 2006

Puro teatro

Dicen que Bela Lugosi, el Drácula del cine mudo, acabó sus días durmiendo en un ataúd y paseándose por la noche con capas de atrezzo en busca de blancos cuellos que morder. Y es sabido que Johny Weissmuller, después de interpretar a Tarzán en docenas de películas, vino a creerse el mono blanco, provocando amagos de infartos con su célebre grito, hablando con infinitivos y respondiendo con un ankawa multiusos a cada pregunta.

Un actor es un tipo que lee frases ajenas como si fueran propias, que cuando le dicen llora, llora, y cuando le dicen ríe, ríe. Lo hacen de media mejor que el resto del personal, y por eso son actores. Hasta ahí, tienen de intelectuales lo que la ministra Carmen Calvo, por usar un ejemplo eximio. Pero debe ser traumático ser tanta gente interesante durante cada función o toma y, bajado el telón, volver a ser un tipo normal.

Desde el otro lado pasa lo mismo. Uno ve cada semana El Ala Oeste de la Casa Blanca y se encuentra luego a Martin Sheen y es difícil quitarse de la cabeza que se ha topado uno con el presidente de los Estados Unidos. Y si uno ve a Jordi Rebellón -Doctor Vilches en Hospital Central- en la parada del metro, la tentación de comentarle ese dolor en la espalda que nos da por las mañanas debe ser muy fuerte. Eso explica que un grupode cómicas hagan ofrendas florales a favor de negociar con los terroristas de ETA y a nadie le extrañe y sea noticia.

En principio, un grupo de actores o actrices metidos en política no es más ni menos congruente que un colectivo de veterinarios opinando sobre la escasez de viviendas o una asociación de tapizadores manifestándose contra la política de empleo. Pero funciona la transferencia de la que hablaba antes, y que hace que los veamos, no como las faranduleras que han acabado el bachillerato y ya, sino como todos sus personajes en uno. Y al final, ¿no hay mucho teatro en esta tregua?

sábado, mayo 27, 2006

Lo que la mentira esconde

Dos caballeros victorianos discutían durante una velada cuestiones teológicas. Al cabo, la discusión se fue enardeciendo y uno de los que discutían, ante una ingeniosa réplica a la que no supo responder, arrojó al otro el contenido de su vaso de whisky a la cara. Éste, sin perder un ápice de su flema, repuso: "Eso ha sido una disgresión, caballero: estoy esperando su argumento".

En estos momentos, si esperamos argumentos en la vida pública mejor que lo hagamos sentados. Encontraremos descalificaciones, insultos, lemas, eslóganes, apelaciones al sentimentalismo o veladas amenazas -disgresiones, en suma-, pero los argumentos son demasiado complejos, demasiado laboriosos de seguir para la anquilosada mente del electorado moderno, carne de spot de 20 segundos.

Criticando la política del Gobierno en materia de inmigración, el pepero Acebes ha hecho una referencia a la seguridad ciudadana en conexión con el masivo influjo de ilegales. A estas alturas, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, sabe que esa relación existe, sabe que hay razones de peso para que exista y no encuentra ningún problema en comentar el problema en el bar, en el taxi o en la oficina. Sólo hay una condición: nunca, nunca, nunca puede decirse públicamente. Así, el pintoresco secretario de Movimientos Sociales y Relaciones con las ONG, Pedro Zerolo, ha calificado de "despreciables" las palabras de Acebes. Y nos quedamos con eso, cuando lo interesante sería que el líder gay respondiera al popular con una ristra de datos y argumentos que demostraran irrefutablemente que Acebes se equivoca. No lo verán nuestros ojos.

Fe es creer lo que no vemos, pero los políticos modernos quieren lograr el más difícil todavía en esta cuestión y hacer de la fe debida al Estado creer en lo contrario de lo que vemos. ¿A quién vais a creer, a Zapatero o a vuestros despreciables y engañosos ojos?

Mira cómo lo siento

Es como el chiste. Sí, hombre, seguro que lo conoce: dos amigos hablando, y uno no para de darle la vara al otro, que si los de Bilbao hacemos esto, que si los de Bilbao somos lo otro, que si los de Bilbao tenemos lo de más allá... Al final, el amigo, ya harto, le recuerda: "Pero qué dices, Paco, si tú has nacido en Palencia...". A lo que el primero responde: "¡Los de Bilbao nacemos donde nos da la gana!".

Dí que sí, Paco, que ZP te apoya. En un país donde las palabras no significan nada -Zapatero pixie-, lo que cuenta es lo que uno se siente, faltaría más: España es una nación, y Cataluña, que está técnicamente dentro de España, pues también. Y espérate que no se les ponga a los del Bierzo entre ceja y ceja... Lo importante no es lo que es, sino lo que uno siente. ¿Que dos personas se sienten matrimonio, aunque los dos se llamen Manolo? Pues, hala, que vayan reservando plaza en Salones Lord Winston, que el Gobierno pone el oficiante y los papeles. ¿Que dos cónyuges sienten que como que no, que hoy me he levantado sintiéndome soltero? Pues no te prives, hijo, y te acostarás divorciado que, como decía De la Vega con esto del divorcio express, nadie te va a preguntar por qué.

Y el último paso es que uno pueda cambiar su sexo en el DNI (y a todos los demás efectos legales, claro) sin necesidad de pasar por el quirófano, con lo aparatoso que es eso. Vamos, que Manolo se puede convertir en Lola sin tomarse la molestia de afeitarse el bigote. Y así es como los socialistas anulan los peores efectos de una ley estúpida con otra todavía más estúpida. ¿Que eres varón y no puedes acceder a un puesto en el consejo de tu empresa porque hay que cumplir la cuota femenina? Fácil: vas al registro y dices que, desde hoy, en vez de Manolo eres Lola. ¿No eres lo bastante bueno para lograr el oro en una disciplina olímpica, pero estás ahí, ahí? Pues lo mismo.

miércoles, mayo 10, 2006

Europa ama a Laura...

Qué gracioso, el vídeo. Imagino que lo conocen, porque en sólo tres días se lo han bajado de Internet medio millón de personas. Es una parodia musical de un grupo de lo más rancio, de lo peor de los años sesenta, con una ridícula cancioncita titulada Amo a Laura (pero esperaré hasta el matrimonio). Ja, ja, ja, qué bueno lo suyo. No, en serio.

La verdad es que parodiar la castidad requiere tanto valor como quitarle el bolso a una centenaria en silla de ruedas y es tan contracultural como manifestarse contra el nazismo. Vamos, que si Europa y España quieren a Laura, no están dispuestas a esperar ni cinco minutos.

Echemos un vistazo a esta alegre civilización. Europa envejece a toda velocidad. No es que su tasa de natalidad esté por debajo del coeficiente de sustitución, sino que decrece a un ritmo del que ninguna civilización se ha recuperado en la historia. Desgraciadamente, el europeo se aferra como un yonqui a todas las numerosas prestaciones sociales de un Estado de Bienestar que, ay, depende para su continuidad de un modelo demográfico diametralmente opuesto, con cada generación sustancialmente más numerosa que la anterior para alimentar a los pensionistas. El déficit pretende arreglarlo con un influjo migratorio como no se había conocido en la historia, una invasión que está desestabilizando las sociedades europeas y que ya ha hecho arder París. Mientras, cada año Europa mata a un millón de niños no nacidos y, en España, la mitad de los matrimonios se deshace. Las niñas de quince años pueden adquirir con toda comodidad píldoras del día después, no vaya a ser que les pase como a Laura, y a los niños de seis años se les empieza a enseñar lo divertida que es la coyunda y el inefable milagro del sexo anal. ¿No es para partirse?

Quizá la canción pierda su gracia dentro de unos años, o que ya no tenga ninguna cuando se escuche en los Emiratos Unidos de Europa. Pero, mientras, jo, qué risa.