Sobre el sexo de los ángeles
Cuenta la crónica, exagerada hasta la leyenda, que los habitantes de Constantinopla se entretenían debatiendo el sexo de los ángeles en vísperas de la conquista de la ciudad por los turcos. La anécdota se ha convertido, con razón, en ejemplo de discusión inútil en tiempos de crisis, porque, además de no poder comprobarse la conclusión a la que se llegara eventualmente, que los ángeles tengan sexo o no y cuál sea éste tiene una influencia cero en las vidas de los individuos y las sociedades humanas.En los hombres, en cambio, el sexo importa, y mucho. Que haya hombres y mujeres, que sean distintos y complementarios, es la base misma de cualquier sociedad. No se trata de un concepto especulativo y abstracto: la existencia del lector, mi propia existencia, surgen de esa complementariedad. Muchos somos padres y hermanos; todos somos hijos.Una célebre cita de San Agustín define el pecado como “usar lo que debemos disfrutar y disfrutar lo que debemos usar”, es decir, convertir los medios en fines y los fines en medios. Sobre la marcha se me ocurre otra definición: unir lo que debe estar separado y separar lo que debe estar unido.El hombre y la mujer deben estar unidos en el matrimonio y conceptualmente separados como sexos. Y nuestro tiempo está esforzándose por lo contrario. Así, es anatema sugerir que ambos sexos son diferentes, más allá de sus obvias diferencias físicas, y es necesario fingir, incluso contra la evidencia más empecinada, que uno y otro sexo son perfectamente intercambiables.Pero aún más daño se puede hacer con el matrimonio, el hogar del hombre, la fuente de la que surge y el lugar donde se hace. En ese sentido, nuestra actitud es de una negligencia bastante más criminal que la de los polemistas bizantinos, porque difuminamos nuestra energía en discusiones mezquinas, de pequeña política, mientras el Gobierno se propone destruir de un plumazo, no una ciudad, sino la base misma de todas las ciudades, eliminando con un puñado de discursos y unos votos, la institución que sostiene la civilización desde hace milenios y que ha permitido que esos mismos políticos existan.La única razón para que el Estado se inmiscuya en una libre asociación de ciudadanos es porque considera que hay un bien social que defender. En el matrimonio, el caso es obvio: de ahí salen, de hecho, todos los ciudadanos, ahí se les educa y cría. Pero cuando se redefine el matrimonio como mera unión sentimental, sin referencia a su capacidad creadora, entonces uno se encuentra privilegiando, sencillamente, la atracción sexual. Porque, ¿qué hace más merecedora de privilegios legales la unión de dos homosexuales que la convivencia de una nieta con su abuela, de unos amigos que comparten piso, de un enfermo y su cuidador o cuidadora? Estamos llegando al absurdo de exigir que haya penetración para conceder una protección legal especial. Y no es que no haya oposición -extraparlamentaria: el PP matiza, pero acepta- en periódicos, radio e Internet; pero esas críticas contra el proyecto se pierden en un mar de comentarios de igual categoría y énfasis contra ésto y aquéllo, como si la abolición del hombre estuviera a la misma altura que las obras del AVE o la retirada de tropas de Iraq.
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