Un placer de teología
“Los sexólogos constatan que la curva de excitación de la mujer es diferente de la del hombre: sube y baja con mayor lentitud. En el aspecto anatómico, la excitación en la mujer se produce de una manera análoga a la del hombre (el centro se halla en la médula S2-S3), con todo, su organismo está dotado de muchas zonas erógenas, lo cual la compensa en parte de que se excite más lentamente. El hombre ha de tener en cuenta esta diferencia de reacciones”.
Quien así habla no es la Dra Elena Ochoa, Shere Hite ni ningún sexólogo moderno al uso. Estas palabras se escribieron en 1960, pertenecen al libro Amor y responsabilidad y su autor es Karol Wojtyla.
La Iglesia ha sabido y predicado siempre que el sexo es fundamentalmente bueno; el propio Jesús lo consideró sagrado hasta el punto de realizar su primer milagro en una boda y elevar la unión entre el hombre y la mujer a la categoría de sacramento indisoluble, una de las siete vías exclusivas de la gracia santificante. Pero es de justicia reconocer que a lo largo de la historia de la Iglesia, teólogos y predicadores han hecho más hincapié en los peligros del sexo –innegables en un instinto, como todos, dañado por la Caída- que en su bondad esencial. Una legión de célibes ascetas hablaban del sexo como podría hacerlo un hombre a dieta de una bandeja de pasteles.
Hasta el siglo XX, los casados elevados a los altares casi podían contarse con los dedos de una mano, y una proporción abrumadora de éstos había renunciado al sexo en el matrimonio. La renuncia se presentaba como prueba de virtud heroica, lo que seguramente sería cierto, pero nos deja a los casados con la sospecha de que el sexo matrimonial no es del todo ‘trigo limpio’.
Todo esto cambió con el pontificado de Juan Pablo II, un Papa cuya visión de las relaciones sexuales –recogida en la denominada Teología del Cuerpo- ha supuesto uno de los desarrollos doctrinales más originales y genuinamente revolucionarios de su pensamiento teológico. Reafirmando escrupulosamente toda la doctrina moral anterior en materia sexual, Juan Pablo II se ha esforzado, en palabras del teólogo norteamericano John Mercer, “por acentuar lo positivo y eliminar lo negativo”. Así, ha canonizado matrimonios, verdaderos matrimonios, no matrimonios ‘blancos’ ni vínculos matrimoniales de ascetas. Juan Pablo ha añadido al santoral innumerables laicos y laicas. En 2001 beatificó a Luigi y Maria Quattrocchi, dos héroes de la Segunda Guerra Mundial, haciendo que su fiesta coincida con su aniversario de boda. No se ha cansado el Papa, por lo demás, de recordar que el amor conyugal y la paternidad son el camino que la mayoría de la humanidad toma para ir al cielo.
En Amor y responsabilidad, el entonces arzobispo de Cracovia no presentaba el sexo esencialmente como un acto reproductivo que tuviera como efecto secundario positivo el afecto y como consecuencia tolerable, aunque sospechosa, el placer, sino que hace hincapié en el amor humano entre los esposos como reflejo del amor divino de la Trinidad. De hecho, Wojtyla urge a los cónyuges, y especialmente a los maridos, a que procuren el placer del otro en las relaciones sexuales. Cuando todavía estaba fresco el shock cultural provocado por el infame Informe Kinsey, el Papa escribía sobre la importancia del orgasmo femenino y sobre el deber de los maridos de asegurarse de que sus esposas lo alcanzan “por cualquier medio necesario”. Así, escribe el todavía Arzobispo: “Cuando la mujer no encuentra en las relaciones sexuales la satisfacción natural ligada al punto culminante de la excitación sexual (orgasmus), es de temer que no sienta plenamente el acto conyugal, que no comprometa en él la totalidad de su personalidad (según algunos, ésta es a menudo el motivo de la prostitución), lo cual la hace particularmente expuesta a las neurosis y es causa de «frigidez sexual», es decir, la incapacidad de excitarse, sobre todo en la fase culminante. Esta frigidez (frigiditas) es consecuencia, a veces, del egoísmo del hombre, que, al no buscar más que su propia satisfacción, frecuentemente de manera brutal, no sabe o no quiere comprender los deseos subjetivos de la mujer ni las leyes objetivas del proceso sexual que en ella se desarrolla”.
Quien así habla no es la Dra Elena Ochoa, Shere Hite ni ningún sexólogo moderno al uso. Estas palabras se escribieron en 1960, pertenecen al libro Amor y responsabilidad y su autor es Karol Wojtyla.
La Iglesia ha sabido y predicado siempre que el sexo es fundamentalmente bueno; el propio Jesús lo consideró sagrado hasta el punto de realizar su primer milagro en una boda y elevar la unión entre el hombre y la mujer a la categoría de sacramento indisoluble, una de las siete vías exclusivas de la gracia santificante. Pero es de justicia reconocer que a lo largo de la historia de la Iglesia, teólogos y predicadores han hecho más hincapié en los peligros del sexo –innegables en un instinto, como todos, dañado por la Caída- que en su bondad esencial. Una legión de célibes ascetas hablaban del sexo como podría hacerlo un hombre a dieta de una bandeja de pasteles.
Hasta el siglo XX, los casados elevados a los altares casi podían contarse con los dedos de una mano, y una proporción abrumadora de éstos había renunciado al sexo en el matrimonio. La renuncia se presentaba como prueba de virtud heroica, lo que seguramente sería cierto, pero nos deja a los casados con la sospecha de que el sexo matrimonial no es del todo ‘trigo limpio’.
Todo esto cambió con el pontificado de Juan Pablo II, un Papa cuya visión de las relaciones sexuales –recogida en la denominada Teología del Cuerpo- ha supuesto uno de los desarrollos doctrinales más originales y genuinamente revolucionarios de su pensamiento teológico. Reafirmando escrupulosamente toda la doctrina moral anterior en materia sexual, Juan Pablo II se ha esforzado, en palabras del teólogo norteamericano John Mercer, “por acentuar lo positivo y eliminar lo negativo”. Así, ha canonizado matrimonios, verdaderos matrimonios, no matrimonios ‘blancos’ ni vínculos matrimoniales de ascetas. Juan Pablo ha añadido al santoral innumerables laicos y laicas. En 2001 beatificó a Luigi y Maria Quattrocchi, dos héroes de la Segunda Guerra Mundial, haciendo que su fiesta coincida con su aniversario de boda. No se ha cansado el Papa, por lo demás, de recordar que el amor conyugal y la paternidad son el camino que la mayoría de la humanidad toma para ir al cielo.
En Amor y responsabilidad, el entonces arzobispo de Cracovia no presentaba el sexo esencialmente como un acto reproductivo que tuviera como efecto secundario positivo el afecto y como consecuencia tolerable, aunque sospechosa, el placer, sino que hace hincapié en el amor humano entre los esposos como reflejo del amor divino de la Trinidad. De hecho, Wojtyla urge a los cónyuges, y especialmente a los maridos, a que procuren el placer del otro en las relaciones sexuales. Cuando todavía estaba fresco el shock cultural provocado por el infame Informe Kinsey, el Papa escribía sobre la importancia del orgasmo femenino y sobre el deber de los maridos de asegurarse de que sus esposas lo alcanzan “por cualquier medio necesario”. Así, escribe el todavía Arzobispo: “Cuando la mujer no encuentra en las relaciones sexuales la satisfacción natural ligada al punto culminante de la excitación sexual (orgasmus), es de temer que no sienta plenamente el acto conyugal, que no comprometa en él la totalidad de su personalidad (según algunos, ésta es a menudo el motivo de la prostitución), lo cual la hace particularmente expuesta a las neurosis y es causa de «frigidez sexual», es decir, la incapacidad de excitarse, sobre todo en la fase culminante. Esta frigidez (frigiditas) es consecuencia, a veces, del egoísmo del hombre, que, al no buscar más que su propia satisfacción, frecuentemente de manera brutal, no sabe o no quiere comprender los deseos subjetivos de la mujer ni las leyes objetivas del proceso sexual que en ella se desarrolla”.
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