martes, agosto 09, 2005

La superstición internacionalista

Esta semana han coincidido en la prensa de todo el mundo dos noticias que apuntan a uno de los tótems de la moderna progresía, las Naciones Unidas: el nombramiento de John Bolton como embajador norteamericano ante la ONU y la admisión de culpabilidad de un alto responsables de la organización en el multibillonario fraude de petróleo por alimentos en Iraq, en el que varios funcionarios internacionales y sus familiares podrían haberse embolsado hasta 64.000 millones de dólares. Bolton causó una verdadera tormenta política, como señala ALBA en su último número, por sus poco diplomáticas declaraciones sobre la superstición multilateralista en general y sobre la ONU en particular, como: “si desaparecieran diez plantas del edificio de las Naciones Unidas nadie notaría la diferencia”.

Lejos de ser injuriosas, las declaraciones de Bolton pecan de tímidas. Sí se notaría: habría 64.000 millones de dólares menos en los bolsillos de una panda de indeseables, centenares de niños y niñas en la antigua Yugoslavia y en varias regiones de África estarían a salvo de las redes de prostitución infantil organizados por oficiales de los cascos azules en estas áreas y el mundo se vería libre de la vergüenza de comisiones de derechos humanos formadas por regímenes genocidas como Sudán y comisiones de desarme presididas en su día por el Iraq de Sadam Husein.

Y, sin embargo, éste es el organismo con el que se llenan la boca los progresistas de salón, el cuerpo que hace las guerras legales o ilegales a los ojos de ilustres próceres como nuestro insigne presidente Rodríguez.

Más de una vez me he referido en esta columna al hábito de manipular con la verdad, usando las palabras no en su significado real sino según se entienden normalmente. Yo, por poner un ejemplo que me resulta familiar, soy lo que suele llamarse un ‘creyente’, y sin embargo estoy convencido de que podría sorprender más a los lectores por lo que no creo que por lo que creo. La gente tiende a ignorar la vasta capacidad de escepticismo que permite –que favorece, incluso- la fe. Todo hombre, sostenía Chesterton, es dogmático, y la única diferencia estriba entre quienes reconocen sus dogmas como tales y quienes los suponen verdades evidentes.