Hasta los cojones del rock'n'roll
Cuando se habla de contradicciones en los términos, suelen citarse la Inteligencia Militar, El Pensamiento Navarro y el Partido Revolucionario Institucional mexicano. Sé de muchos militares inteligentes y de no pocos navarros que piensan (¡hola, jefe!), pero lo de institucionalizar la revolución sigue siendo como cuadrar el círculo. O lo era, hasta que llegaron los baby-boomers, la generación nacida en la posguerra (la civil, en el caso de España; la mundial, en el resto de Occidente).
A lo largo de la historia se ha seguido un modelo por el que cada generación se opone a la anterior y espera a llegar a la edad adulta para arrebatarle el poder -político, económico, cultural-, antes de cederlo a la siguiente cuando empiezan a fallar las fuerzas y la memoria. Cada generación es rebelde cuando carece de poder, y deja de serlo cuando lo alcanza. Sólo los baby-boomers tienen el inefable descaro de pretender seguir siendo rebeldes cuando ya lleva décadas dictando las reglas. Quieren comerse la tarta y guardarla para la cena.
Hijos mimados de una generación que anhelaba la vida después de ver tanta muerte, los baby-boomers arrebataron antes de tiempo a sus padres el cetro de la cultura, y no parecen dispuestos a cederlo cuando ya peinan canas, los que todavía tienen algo que peinar; los que gritaban "nunca te fíes de alguien con más de 30" no están por la labor de confiar el timón cultural a quien tenga menos de 40. Han inventado la última paradoja, la modernidad intemporal. Cada generación es moderna mientras decide las normas culturales, pero entiende el contrato tácito que hace que el tiempo dicte qué es moderno y qué ya no lo es; el baby-boomer es moderno por definición, así pasen cincuenta años: "la modernité, c'est moi".
El caso paradigmático de esta modernidad por decreto es el estatus del estilo musical que abanderaron, el omnipresente rock'n'roll, del que se ha decidido que este año cumple cincuenta años. ¡50 años! Los jóvenes rebeldes de chupa de cuero y pantalón vaquero decretaron que cantantes como Frank Sinatra eran carrozas condenados a criar polillas en el armario de la historia cuando estas figuras estaban en la cúspide de su carrera y aún seguirían llenando conciertos y vendiendo discos como churros veinte años después, pero ahora quieren hacernos creer que un anciano aristócrata como Sir Michael Jagger -"Morritos" Jagger, para sus amigos- es el paradigma de lo moderno, lo rebelde, lo nuevo. Se ha pasado del "muere joven y haz un cadáver bonito" a "los viejos rockeros nunca mueren". Y que lo digas, chaval.
El rock es la modernidad congelada, el canon maquillado de contracultura, la ortodoxia heterodoxa de la música.
Lejos de ser una autoridad musical, me mantengo prudentemente alejado de las modas y tengo, además, un oído en frente del otro, como suele recordarme mi mujer cuando me oye cantar en la ducha. Pero me consta que han surgido muchos estilos musicales después del rock: tecno, rap, qué sé yo. No es, pues, por falta de creatividad. La diferencia es que mientras el rock nacía en oposición a la música anterior, con vocación de "matar al padre" y condenar a las tinieblas exteriores a todo cantante con el ritmo equivocado, los innovadores musicales que han venido después muestran una reverencia verdaderamente confuciana por sus ancestros rockeros.
Hay algo inmensamente patético en ese ancianito que se pasea con andadores y la próstata hecha polvo por todos los escenarios y emisoras del mundo pretendiendo que todavía es peligroso, audaz, salvaje. Pero más tragicómico es que las generaciones siguientes le sigamos el rollo.
¿Qué puede tener de 'revolucionaria' una música que ya se escucha en todas partes a todas horas, en las parroquias, en la consulta del dentista, en los ascensores de la más seria y aburrida de las multinacionales? Cuando Bill Gates anunció el lanzamiento de su Windows '98, eligió para su presentación Start me up, de los incombustibles Rolling Stones; el primer ministro británico Tony Blair fue vocalista de un grupo rock, The Ugly Rumours; el colegio más cercano a mi casa se llama John Lennon, como el aeropuerto de Liverpool. Rock se oye en una discoteca de Nueva York y en una emisora perdida en Kinshasa, uniformando el mundo en una vaga rebeldía de diseño, obligando a todos a escuchar, les guste o no. El rock, dicen, está aquí para quedarse. Pues qué bien.
A lo largo de la historia se ha seguido un modelo por el que cada generación se opone a la anterior y espera a llegar a la edad adulta para arrebatarle el poder -político, económico, cultural-, antes de cederlo a la siguiente cuando empiezan a fallar las fuerzas y la memoria. Cada generación es rebelde cuando carece de poder, y deja de serlo cuando lo alcanza. Sólo los baby-boomers tienen el inefable descaro de pretender seguir siendo rebeldes cuando ya lleva décadas dictando las reglas. Quieren comerse la tarta y guardarla para la cena.
Hijos mimados de una generación que anhelaba la vida después de ver tanta muerte, los baby-boomers arrebataron antes de tiempo a sus padres el cetro de la cultura, y no parecen dispuestos a cederlo cuando ya peinan canas, los que todavía tienen algo que peinar; los que gritaban "nunca te fíes de alguien con más de 30" no están por la labor de confiar el timón cultural a quien tenga menos de 40. Han inventado la última paradoja, la modernidad intemporal. Cada generación es moderna mientras decide las normas culturales, pero entiende el contrato tácito que hace que el tiempo dicte qué es moderno y qué ya no lo es; el baby-boomer es moderno por definición, así pasen cincuenta años: "la modernité, c'est moi".
El caso paradigmático de esta modernidad por decreto es el estatus del estilo musical que abanderaron, el omnipresente rock'n'roll, del que se ha decidido que este año cumple cincuenta años. ¡50 años! Los jóvenes rebeldes de chupa de cuero y pantalón vaquero decretaron que cantantes como Frank Sinatra eran carrozas condenados a criar polillas en el armario de la historia cuando estas figuras estaban en la cúspide de su carrera y aún seguirían llenando conciertos y vendiendo discos como churros veinte años después, pero ahora quieren hacernos creer que un anciano aristócrata como Sir Michael Jagger -"Morritos" Jagger, para sus amigos- es el paradigma de lo moderno, lo rebelde, lo nuevo. Se ha pasado del "muere joven y haz un cadáver bonito" a "los viejos rockeros nunca mueren". Y que lo digas, chaval.
El rock es la modernidad congelada, el canon maquillado de contracultura, la ortodoxia heterodoxa de la música.
Lejos de ser una autoridad musical, me mantengo prudentemente alejado de las modas y tengo, además, un oído en frente del otro, como suele recordarme mi mujer cuando me oye cantar en la ducha. Pero me consta que han surgido muchos estilos musicales después del rock: tecno, rap, qué sé yo. No es, pues, por falta de creatividad. La diferencia es que mientras el rock nacía en oposición a la música anterior, con vocación de "matar al padre" y condenar a las tinieblas exteriores a todo cantante con el ritmo equivocado, los innovadores musicales que han venido después muestran una reverencia verdaderamente confuciana por sus ancestros rockeros.
Hay algo inmensamente patético en ese ancianito que se pasea con andadores y la próstata hecha polvo por todos los escenarios y emisoras del mundo pretendiendo que todavía es peligroso, audaz, salvaje. Pero más tragicómico es que las generaciones siguientes le sigamos el rollo.
¿Qué puede tener de 'revolucionaria' una música que ya se escucha en todas partes a todas horas, en las parroquias, en la consulta del dentista, en los ascensores de la más seria y aburrida de las multinacionales? Cuando Bill Gates anunció el lanzamiento de su Windows '98, eligió para su presentación Start me up, de los incombustibles Rolling Stones; el primer ministro británico Tony Blair fue vocalista de un grupo rock, The Ugly Rumours; el colegio más cercano a mi casa se llama John Lennon, como el aeropuerto de Liverpool. Rock se oye en una discoteca de Nueva York y en una emisora perdida en Kinshasa, uniformando el mundo en una vaga rebeldía de diseño, obligando a todos a escuchar, les guste o no. El rock, dicen, está aquí para quedarse. Pues qué bien.
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