¿Qué tiene de cristiana la familia?
Haga un experimento mental. Piense en plataformas, coordinadoras o asociaciones en defensa de la familia. ¿A que nueve de cada diez -y me quedo corto- responden a iniciativas de católicos? La defensa de la familia tradicional (lo que, hasta ayer, se llamaba sencillamente familia, sin apellidos) se asocia siempre, y casi siempre con razón, a la Iglesia, como si fuera algún rasgo exótico de los católicos este 'cuelgue' con esta institución. Y no deja de ser curioso, porque la nuestra no es una religión peculiarmente pro familia.
De hecho, cuando nació el cristianismo, una de las acusaciones más habituales entre paganos y judíos era lo que consideraban su carácter antifamiliar. Frases de Cristo como "dejad que los muertos entierren a sus muertos" o "el que ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí" sonaban como un tiro en los oídos tanto del pater familias romano como del patriarca judío. Seguro que si Celso, el autor del Discurso verdadero contra los cristianos del Siglo II, supiera que siglos más tarde la Iglesia sería el baluarte de los valores familiares, pensaría que la humanidad se ha vuelto loca.
Insisto: no hay nada específicamente cristiano en el valor de la familia. La institución que ahora la Iglesia y los católicos defienden contra viento y marea, contra las nuevas modas ideológicas y las políticas supuestamente progresistas, es, sencillamente, la institución básica de la sociedad cuyo valor todo el mundo daba por sentado hasta hace muy poco. Sucede sólo que la Iglesia tiene la misión que George Orwell atribuía a los intelectuales en tiempos turbulentos: recordar lo evidente. La Iglesia no defiende la familia porque sea algo suyo, sino porque es algo bueno.
Si algún día el mundo se empeñara en sostener que dos más dos son cinco, quizá la aritmética correcta pase a considerarse un 'criterio confesional' de esos intransigentes católicos, empeñados en hacernos comulgar a toda la sociedad laica con su dogma de que dos y dos son cuatro.
De hecho, cuando nació el cristianismo, una de las acusaciones más habituales entre paganos y judíos era lo que consideraban su carácter antifamiliar. Frases de Cristo como "dejad que los muertos entierren a sus muertos" o "el que ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí" sonaban como un tiro en los oídos tanto del pater familias romano como del patriarca judío. Seguro que si Celso, el autor del Discurso verdadero contra los cristianos del Siglo II, supiera que siglos más tarde la Iglesia sería el baluarte de los valores familiares, pensaría que la humanidad se ha vuelto loca.
Insisto: no hay nada específicamente cristiano en el valor de la familia. La institución que ahora la Iglesia y los católicos defienden contra viento y marea, contra las nuevas modas ideológicas y las políticas supuestamente progresistas, es, sencillamente, la institución básica de la sociedad cuyo valor todo el mundo daba por sentado hasta hace muy poco. Sucede sólo que la Iglesia tiene la misión que George Orwell atribuía a los intelectuales en tiempos turbulentos: recordar lo evidente. La Iglesia no defiende la familia porque sea algo suyo, sino porque es algo bueno.
Si algún día el mundo se empeñara en sostener que dos más dos son cinco, quizá la aritmética correcta pase a considerarse un 'criterio confesional' de esos intransigentes católicos, empeñados en hacernos comulgar a toda la sociedad laica con su dogma de que dos y dos son cuatro.
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