La desconfianza necesaria
Bien está que acordemos llamar a lo que tenemos 'democracia' y que nos pongamos de acuerdo en que es, en palabras de Churchill, el menos malo de los sistemas políticos; pero de ahí a pretender que en países como el nuestro "el pueblo se gobierna a sí mismo" hay un abismo. Por eso, hablar de "la constitución que nos dimos los españoles en 1978" son ganas de divertirse barato.
Obviando que quienes votaron no o se abstuvieron y los que entonces no tenían edad para votar o ni siquiera habían nacido son ya abrumadora mayoría, lo cierto es que yo no recuerdo que 'el pueblo' participara en la redacción de esa constitución o de cualquiera de las leyes que la han sucedido. La facultad de aceptar o rechazar una propuesta completa, reconozcámoslo, es un triste sucedáneo del verdadero acto de gobernar.
Se supone que nosotros somos los dueños y los políticos, nuestros representantes, nuestros administradores. Pero es un curioso tipo de administrador el que sólo consulta al dueño una vez cada cuatro años, y aun entonces sólo para saber si continúa o le sustituye otro con un programa igualmente cerrado y arbitrario.
La democracia moderna es un corolario lógico de la doctrina del Pecado Original. No hay planes perfectos, no hay líderes impecables, cualquiera es capaz de lo mejor y de lo peor. Por eso, la desconfianza hacia el Gobierno, sea el que sea, no es un feo hábito que se tolera, sino una condición indispensable para que el sistema funcione.
Observo con preocupación que esa virtud esencial, la desconfianza hacia el poder, se está perdiendo. Ahora se desconfía cuando ganan 'los otros', no cuando lo hacen 'los nuestros', craso error: nunca son 'nuestros'. La clase política es eso: una clase, una casta, un gremio; tienen más en común un político del PP y uno del PSOE que cualquiera de ellos con sus votantes. Decía Thomas Jefferson que el precio de la libertad es la eterna vigilancia, pero eso es muy cansado.
Obviando que quienes votaron no o se abstuvieron y los que entonces no tenían edad para votar o ni siquiera habían nacido son ya abrumadora mayoría, lo cierto es que yo no recuerdo que 'el pueblo' participara en la redacción de esa constitución o de cualquiera de las leyes que la han sucedido. La facultad de aceptar o rechazar una propuesta completa, reconozcámoslo, es un triste sucedáneo del verdadero acto de gobernar.
Se supone que nosotros somos los dueños y los políticos, nuestros representantes, nuestros administradores. Pero es un curioso tipo de administrador el que sólo consulta al dueño una vez cada cuatro años, y aun entonces sólo para saber si continúa o le sustituye otro con un programa igualmente cerrado y arbitrario.
La democracia moderna es un corolario lógico de la doctrina del Pecado Original. No hay planes perfectos, no hay líderes impecables, cualquiera es capaz de lo mejor y de lo peor. Por eso, la desconfianza hacia el Gobierno, sea el que sea, no es un feo hábito que se tolera, sino una condición indispensable para que el sistema funcione.
Observo con preocupación que esa virtud esencial, la desconfianza hacia el poder, se está perdiendo. Ahora se desconfía cuando ganan 'los otros', no cuando lo hacen 'los nuestros', craso error: nunca son 'nuestros'. La clase política es eso: una clase, una casta, un gremio; tienen más en común un político del PP y uno del PSOE que cualquiera de ellos con sus votantes. Decía Thomas Jefferson que el precio de la libertad es la eterna vigilancia, pero eso es muy cansado.
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