lunes, febrero 20, 2006

Adiós, fraternidad

El nombre que se dan a sí mismos numerosos pueblos –desde los antiguos egipcios a los indios lakota- puede traducirse por “seres humanos”; los chinos –el Imperio del Medio- llamaron a los primeros europeos que encontraron “los que rompen el cielo”, porque no aparecían en sus tablas inmutables y, por tanto, venían a romper la armonía de la creación; y para los griegos clásicos, todos los demás pueblos eran bárbaros, como quien dice tartamudos, y Sócrates daba gracias a los dioses por haber nacido “varón, libre y griego”. La posición por defecto de la humanidad ha sido negar que exista algo llamado “humanidad”.

Hace dos mil años se inició una religión –el cristianismo- que fue, al mismo tiempo, una revolución intelectual, tan fuerte en Occidente que aun sus enemigos retuvieron muchos de sus dogmas. Todo hombre es libre, todos los hombres son básicamente iguales y todos ellos son hermanos: Libertad, igualdad y fraternidad.

Nosotros, los hijos del siglo XXI, nos movemos entre las ruinas de la Ilustración. Las ideas de entonces no se han sustituido por ninguna; sencillamente, han dejado de creerse, como una poderosa religión cuyos fieles han perdido la fe pero aún retienen las formas, los ritos, las jerarquías. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Apenas puede repetirse ese ingenuo credo sin ironía. Salvando la obviedad que hizo notar Solzhenitsyn –que, dadas las diferencias de capacidades y aptitudes de los seres humanos, si hay libertad no puede haber igualdad, y si se impone la igualdad no habrá libertad-, todo indica que eso de Fraternidad se puso para completar, por el fetichismo del número tres. La libertad mantiene su prestigio, la igualdad aún se invoca en eslóganes políticos con éxito, pero la fraternidad está por los suelos. Lo que priva ahora es el separatismo, en un sentido amplio, la necesidad de reforzar las débiles identidades personales mediante la identificación con un grupo definido en oposición a los demás: mujeres contra hombres, negros contra blancos, Islam contra Occidente.

No es un mecanismo psicológico difícil de entender: a cualquiera le halaga que le digan que es especial, si no individualmente, por su pertenencia a un grupo único. Ésa es la lógica –la psicología, más bien- del nacionalismo. Sólo así se explica que haya, por ejemplo, tantos vascos que se hayan tomado en serio a un racista furibundo como Sabino Arana, que haya personas racionales y razonables que se toman en serio mitos increíbles y que, en pleno siglo XXI, hablan sin rubor de su pertenencia a una raza tan, tan exclusiva que probablemente desciende de un simio distinto al antecesor de las demás naciones.