viernes, marzo 23, 2007

Ley y libertad

La razón más mezquina e ineficaz de oponerse a la Ley Antitabaco es que uno mismo fuma, y por eso he esperado a dejar de fumar para escribir esta columna. Del mismo modo, la razón más tristemente habitual para favorecerla es que uno no fuma. Y así esta ley se acepta sin apenas protestas porque los primeros son menos que los segundos y porque se ha perdido el gusto por la libertad. Oponerse a la ley porque se fuma no es amar la libertad; es amar el vicio. Y otro tanto puede decirse de oponerse a la ley por la razón contraria. En mi opinión, quienes se oponen parten de tres premisas falsas.


En primer lugar, que una usurpación de la autonomía personal de este tipo sólo afecta a la materia en cuestión, el tabaco, y no supone un precendente para que el Estado disponga más y más regulaciones sobre nuestra vida personal; es decir, que como a mí no me afecta e incluso me favorece, bendita sea, olvidando que el poder puede usar el mismo principio para atacar mañana algo que hacemos y disfrutamos libremente los no fumadores. Ya saben: "Primero vinieron por los comunistas..."


En segundo lugar, que la ley, el poder político coercitivo, es el único criterio regulador de la conducta social. Esto es especialmente peligroso. En todas las épocas en las que el poder estatal ha sido mucho más limitado -en todas las épocas salvo en el último siglo, en fin-, esa carencia no ha significado que cualquiera pudiera hacer de su capa un sayo en todo lo no legislado. La sociedad tenía muchos otros medios de presión para favorecer las conductas consideradas idóneas para el común, medios muchas veces más eficaces que la sombra de la ley y ante las que el propio Estado era impotente. Un gobernante no puede prohibir a unos vecinos retirarle el saludo al miembro incivil de la comunidad, ni puede forzar a una chica a reconciliarse con su novio calavera o, hasta hace poco, a un padre a desheredar a un mal hijo. Cuando el Estado entra cada vez más en asuntos que siempre se han considerado demasiado íntimos y sutiles para confiarlos al poder político, lo que se consigue es convertir a los ciudadanos en niños irresponsables que parten de la idea de que todo lo que no está prohibido está permitido, y que también lo está si, estando prohibido por la ley, es improbable que a uno le cojan.


En tercer lugar, que todo lo que se considera nocivo para el individuo a juicio de nuestras élites puede eliminarse por la mera aprobación de una ley; es decir, que el Estado puede forzarnos coercitivamente a ser justos y benéficos, como rezaba la Constitución de Cádiz. Esta última razón es la que más se está extendiendo y también la más peligrosa. No nos hace falta leer Un mundo feliz, de Aldous Huxley, porque todos los que nacimos en el siglo pasado hemos podido ver las consecuencias desastrosas de querer imponer el paraíso a punta de fusil.