lunes, enero 10, 2005

Cuando el Estado es dios

De un tiempo a esta parte he observado un fenómeno alarmante en las víctimas de desastres naturales o fortuitos que salen en televisión. Uno ve dolor, desesperación, angustia; a veces, resignación: todo perfectamente natural. Pero también detecta con frecuencia indignación contra los poderes públicos por no haber evitado la tragedia. Cada vez más, en la mente de muchos, el Estado ha venido a sustituir a la Providencia.

La naturaleza aborrece el vacío, y más aún la sobrenaturaleza. Ése es el verdadero problema del laicismo, que, desaparecido Dios, el Estado –el Poder- queda como único referente moral y como la sola fuente de legitimidad.

Lo irónico del asunto es que cualquiera puede ver qué es el Estado, lo tenemos delante de las narices. Estado es ese cuñado funcionario, el amigo que trabaja en tal agencia o ministerio; es José Luis Rodríguez Zapatero, es Maria Teresa Fernández de la Vega, es Pasqual Maragall. Todos ellos personas con indudables cualidades, pero lejos, me temo, de la infalibilidad y la omnipotencia.

El ateísmo moderno es un fenómeno casi exclusivamente cristiano, es una herejía cristiana. Lo que hace el hereje es escoger –de ahí procede el término griego- una parte de la doctrina e inflarla hasta eclipsar todo lo demás. Así, Lutero partió de una verdad de fe –es la gracia, no las obras, lo que nos hace merecedores del Cielo- y la absolutizó hasta el punto de negar otras verdades. El ateísmo occidental prescinde de Dios y de todo lo sobrenatural, pero se queda, al menos inicialmente, con el concepto cristiano del hombre, del individuo como titular de derechos inalienables. Lo que parecen no comprender quienes defienden la citada postura es que esta idea del hombre es tan dogmática e indemostrable como la Santísima Trinidad. En efecto, si el hombre es un mero conjunto de átomos combinados por un azar ciego, ¿de dónde viene su dignidad intrínseca? ¿Qué sentido tiene hablar de derechos inalienables? Sus derechos serán en realidad meras concesiones del Poder, que podrá ampliarlos o restringirlos a voluntad.

Igualmente absurdo es el argumento, repetido a menudo en los últimos meses, según el cual no se puede "legislar sobre la moralidad". En realidad, apenas se puede legislar sobre ninguna otra cosa. La idea laicista de un gobierno aséptico ante las distintas concepciones del hombre, que legisla basado sólo en la realidad científica, es perfectamente absurdo. El gobierno parte de una visión del mundo tan minuciosamente mística como la de cualquier religión. Elijan al azar cualquiera de las últimas medidas del Ejecuivo y podrán comprobar que parte de una premisa indemostrable: que todos los hombres son iguales, por ejemplo, o que cada individuo tiene derecho a la libertad.

Toda moralidad tiene su origen en alguna religión, y las leyes reflejan siempre una moral. No hay ninguna razón meramente práctica por la que robar y matar esté mal. Todas las grandes religiones condenan estos actos, y las religiones preceden al Estado. Los que hemos crecido en el siglo XX hemos sido testigos de lo que sucede cuando el Estado prescinde absolutamente de Dios. Los seis millones de judíos masacrados por el Nazismo y los doscientos millones aniquilados por los distintos regímenes comunistas deberían abrirnos definitivamente los ojos ante las consecuencias de divinizar el Estado.

Decía Chesterton que, aunque él no fuera cristiano, querría que su médico y su abogado sí lo fueran. De igual modo, entre un Dios que respeta escrupulosamente mi libertad en esta vida y un ‘dios’ con policías, tanques y soldados que puede echar mi puerta abajo a las 3 de la mañana, adivinen cuál prefiero. (17/11/2004)