La visión del ungido
Hasta el pasado 2 de noviembre, todo el mundo sabía que Bush es idiota; ahora, todo el mundo sabe que los americanos son idiotas. A estos niveles de sutileza intelectual ha llegado el debate ideológico. Cuando tituló su primera plana ¿Cómo pueden ser tan IDIOTAS 59.054.087 personas?, el rotativo británico Daily Mirror estaba resumiendo en una sola frase lo que reflejan tribunas y editoriales de buena parte de la prensa europea.
No es mi propósito defender a George Bus, que ni es santo de mi devoción ni necesita defensa. Pero las reacciones a su victoria electoral demuestran que, para un sector creciente de la élite cultural, el rival ideológico no está meramente equivocado en sus planteamientos. No: tiene que ser idiota o malvado. . El periodista Enrique de Diego publicaba recientemente un libro, Los nuevos clérigos, reseñado en ALBA, en el que exponía el carácter pseudoeclesial de los santones de la progresía, su constitución en una casta cerrada de gurús que reparten cédulas de progresía y cuyos ucases ideológicos se amplifican hasta el infinito a través de poderosos medios de comunicación. El libro es magnífico y el concepto, exacto; pero la metáfora no me parece la más acertada. El más tiránico de los clérigos tiene, al menos, que responder ante un credo que le precede y le supera, ése es su límite. El intelectual progresista es más bien un mesías, un ungido que sabe lo que le conviene al pueblo, sin tener que responder ante nada ni ante nadie, basado en la única autoridad de su mente privilegiada. Tengo mucho más respeto por la vieja izquierda, que pretendía hablar en nombre del pueblo, que por la nueva progresía, que se limita a darle instrucciones.
Para el ungido, la democracia occidental y todos sus derivados son otras tantas herramientas, válidas en sus manos y nefastas en manos de sus rivales. Así, ofender gravemente las creencias de la mayoría mediante blasfemias gratuitas en literatura o arte debe quedar siempre amparado bajo la sacrosanta libertad de expresión. Otra cosa es que, digamos, un político defienda públicamente una visión que ha sido común a toda la humanidad -incluida la más progresista- hasta hace unas décadas; eso entra dentro de las cosas "que no se pueden decir", como se han encargado de recordarle a Rocco Buttiglione. O que la Iglesia tenga la osadía de oponerse al Gobierno en lo referente a la eutanasia. Esas son opiniones "casposas" -Pepiño Blanco dixit- que, para colmo, se oponen a la voluntad popular. Uno pensaba que, en una democracia, se podía discrepar abiertamente de la voluntad popular -que quizá por eso a la oposición se le llama así, oposición-, que votar a un partido no significa necesariamente suscribir todos los puntos de su programa y que las voluntades, populares o no, no tienen porqué mantenerse inalterables durante cuatro años. Pero Pepino no hace más que expresar la visión del ungido: los que opinan distinto, o malos o tontos. O, más probablemente, ambas cosas.
Con la voluntad popular, por cierto, pasa otro tanto, como acaba de verse en el caso de las elecciones norteamericanas: sólo es buena cuando da la razón al ungido. De hecho, el gusto popular es casi indefectiblemente ridiculizado por el ungido, para quien "comercial" es la etiqueta preferida para descalificar por completo una película, un libro o cualquier otro producto demandado por las masas.
Superada la distinción de izquierda y derecha como clasificación mínimamente útil, el verdadero enfrentamiento se da entre quienes ven en el hombre un 'material' infinitamente maleable mediante ingeniería social y los que ven en él un ser acabado, aunque imperfecto. Aunque los intentos por construir el Imperio de los Mil Años, el Homo Sovieticus y las Mañanas Que Cantan se hayan traducido en inacabables montañas de cadáveres, pueblos enteros esclavizados y estados policiales, el ungido seguirá tratando de fabricar un hombre a su imagen y semejanza.
No es mi propósito defender a George Bus, que ni es santo de mi devoción ni necesita defensa. Pero las reacciones a su victoria electoral demuestran que, para un sector creciente de la élite cultural, el rival ideológico no está meramente equivocado en sus planteamientos. No: tiene que ser idiota o malvado. . El periodista Enrique de Diego publicaba recientemente un libro, Los nuevos clérigos, reseñado en ALBA, en el que exponía el carácter pseudoeclesial de los santones de la progresía, su constitución en una casta cerrada de gurús que reparten cédulas de progresía y cuyos ucases ideológicos se amplifican hasta el infinito a través de poderosos medios de comunicación. El libro es magnífico y el concepto, exacto; pero la metáfora no me parece la más acertada. El más tiránico de los clérigos tiene, al menos, que responder ante un credo que le precede y le supera, ése es su límite. El intelectual progresista es más bien un mesías, un ungido que sabe lo que le conviene al pueblo, sin tener que responder ante nada ni ante nadie, basado en la única autoridad de su mente privilegiada. Tengo mucho más respeto por la vieja izquierda, que pretendía hablar en nombre del pueblo, que por la nueva progresía, que se limita a darle instrucciones.
Para el ungido, la democracia occidental y todos sus derivados son otras tantas herramientas, válidas en sus manos y nefastas en manos de sus rivales. Así, ofender gravemente las creencias de la mayoría mediante blasfemias gratuitas en literatura o arte debe quedar siempre amparado bajo la sacrosanta libertad de expresión. Otra cosa es que, digamos, un político defienda públicamente una visión que ha sido común a toda la humanidad -incluida la más progresista- hasta hace unas décadas; eso entra dentro de las cosas "que no se pueden decir", como se han encargado de recordarle a Rocco Buttiglione. O que la Iglesia tenga la osadía de oponerse al Gobierno en lo referente a la eutanasia. Esas son opiniones "casposas" -Pepiño Blanco dixit- que, para colmo, se oponen a la voluntad popular. Uno pensaba que, en una democracia, se podía discrepar abiertamente de la voluntad popular -que quizá por eso a la oposición se le llama así, oposición-, que votar a un partido no significa necesariamente suscribir todos los puntos de su programa y que las voluntades, populares o no, no tienen porqué mantenerse inalterables durante cuatro años. Pero Pepino no hace más que expresar la visión del ungido: los que opinan distinto, o malos o tontos. O, más probablemente, ambas cosas.
Con la voluntad popular, por cierto, pasa otro tanto, como acaba de verse en el caso de las elecciones norteamericanas: sólo es buena cuando da la razón al ungido. De hecho, el gusto popular es casi indefectiblemente ridiculizado por el ungido, para quien "comercial" es la etiqueta preferida para descalificar por completo una película, un libro o cualquier otro producto demandado por las masas.
Superada la distinción de izquierda y derecha como clasificación mínimamente útil, el verdadero enfrentamiento se da entre quienes ven en el hombre un 'material' infinitamente maleable mediante ingeniería social y los que ven en él un ser acabado, aunque imperfecto. Aunque los intentos por construir el Imperio de los Mil Años, el Homo Sovieticus y las Mañanas Que Cantan se hayan traducido en inacabables montañas de cadáveres, pueblos enteros esclavizados y estados policiales, el ungido seguirá tratando de fabricar un hombre a su imagen y semejanza.
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