Sexo II (de la sección Cartas del Diablo)
Apreciado Isacarón:
Me dices que te ofende profundamente cuando los hombres nos representan como proxenetas de lujo, ofreciéndoles invariablemente placeres carnales. Nos confunden con el Enemigo, ese materialista. Aunque pudiéramos, nunca se nos hubiera ocurrido crear algo tan bajo como la materia, por no hablar de la locura de dar placer a esos pigmeos ¡Señores, que somos serios!
El Enemigo les dio a estos mortales un privilegio que a nosotros nos había negado: participar activamente en la creación de otros semejantes. Pero la cosa, con ser repulsiva, podía haber tenido algo de esa asepsia que amamos aquí abajo si el hombre se reprodujera por bipartición o por esporas, contaminando el mundo con fotocopias de sí mismo. El esquema es todavía más retorcido. Él creó desde el principio dos tipos humanos, idénticos en dignidad y valor, pero diferentes para hacerles complementarios.
Ya puedes imaginar lo que se deriva de todo eso: un desastre sin paliativos. Él hizo que esos dos tipos se atrajesen y que de su unión surgiesen otros seres humanos. La consecuencia de esta unión es, con desoladora frecuencia, el amor, tanto entre ellos como de ellos hacia sus crías. Para colmo, estas crías no salen ya crecidas, sino que necesitan el cuidado de sus progenitores. Este patético entramado de necesidades, uniones, donaciones y transmisión de creencias, prolongado en el tiempo, es lo que llaman familia. Hay que destruirla.
Ataca en tres niveles. Lo primero es anular esa estúpida distinción. Diluye las diferencias, inspírales la idea de que, en realidad, ser hombre o mujer no es un destino, sino una opción (¡adoro esta palabra!). Luego enfrenta un sexo contra otro. En un mundo basado en el principio de no contradicción parece imposible mantener ambas cosas a la vez, pero puedes confiar siempre en la estupidez humana.
De las crías y su relación con los padres ya hablaremos otro día.
Me dices que te ofende profundamente cuando los hombres nos representan como proxenetas de lujo, ofreciéndoles invariablemente placeres carnales. Nos confunden con el Enemigo, ese materialista. Aunque pudiéramos, nunca se nos hubiera ocurrido crear algo tan bajo como la materia, por no hablar de la locura de dar placer a esos pigmeos ¡Señores, que somos serios!
El Enemigo les dio a estos mortales un privilegio que a nosotros nos había negado: participar activamente en la creación de otros semejantes. Pero la cosa, con ser repulsiva, podía haber tenido algo de esa asepsia que amamos aquí abajo si el hombre se reprodujera por bipartición o por esporas, contaminando el mundo con fotocopias de sí mismo. El esquema es todavía más retorcido. Él creó desde el principio dos tipos humanos, idénticos en dignidad y valor, pero diferentes para hacerles complementarios.
Ya puedes imaginar lo que se deriva de todo eso: un desastre sin paliativos. Él hizo que esos dos tipos se atrajesen y que de su unión surgiesen otros seres humanos. La consecuencia de esta unión es, con desoladora frecuencia, el amor, tanto entre ellos como de ellos hacia sus crías. Para colmo, estas crías no salen ya crecidas, sino que necesitan el cuidado de sus progenitores. Este patético entramado de necesidades, uniones, donaciones y transmisión de creencias, prolongado en el tiempo, es lo que llaman familia. Hay que destruirla.
Ataca en tres niveles. Lo primero es anular esa estúpida distinción. Diluye las diferencias, inspírales la idea de que, en realidad, ser hombre o mujer no es un destino, sino una opción (¡adoro esta palabra!). Luego enfrenta un sexo contra otro. En un mundo basado en el principio de no contradicción parece imposible mantener ambas cosas a la vez, pero puedes confiar siempre en la estupidez humana.
De las crías y su relación con los padres ya hablaremos otro día.
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