Las epístolas de José Bono
Sigmund Freud y sus teorías no han aguantado bien el paso del tiempo, y en el siglo XXI son mayoría los expertos que dan por superada su teoría totalitaria del subconsciente humano. Pero, como suele ser el caso, muchas de sus intuiciones se han revelado esenciales para describir la realidad. Uno de los conceptos freudianos más útiles, en este sentido, es el de "proyección", es decir, la tendencia a transferir a los demás los problemas propios, de leer en otros lo que llevamos dentro.
El caso más clamoroso de proyección que nos ha ofrecido la vida pública en la última semana ha sido la reacción de los políticos a las palabras dirigidas por Juan Pablo II a los obispos españoles. De hecho, quien haya leído las reacciones sin hacer lo mismo con el mensaje se extrañará al saber que empieza con las palabras "Queridos hermanos en el Episcopado" y no "Estimado Sr. Rodríguez Zapatero".
Que los políticos hayan saltado ante un discurso dirigido a los obispos -y, secundariamente, al pueblo católico- es significativo del moderno totalitarismo en el que el Estado, democrático o no, ha sustituido a Dios. El Papa habla a los obispos y responden los ministros. Más claro, agua.
Aunque su tono moralizante y sus continuas referencias a la fe puedan llevar a engaño, parece evidente que José Bono no es uno de esos "hermanos en el Episcopado" a quienes el Papa se dirige. Pero es que nuestro ministro de Defensa cumple en el Gobierno el papel implícito de "católico testimonial", el equivalente humano de esa excusa habitual de quienes, tras un comentario veladamente antisemita, se apresuran a precisar que "muchos de mis mejores amigos son judíos". Para enmendarle la plana al Santo Padre, ¿quién mejor que nuestro católico ministerial?
El problema es que Bono, como los demás que han reaccionado a los irreprochables reproches del Papa, responde a lo que el Pontífice no ha dicho, una actitud que ya se está convirtiendo en una irritante tradición en las relaciones entre el poder y la Iglesia.
Así, afirma Bono: "No se puede criticar permanentemente al gobierno por su laicismo". Vamos a olvidar por un momento lo, digamos, peliagudo de que un miembro del Ejecutivo inicie una frase con las palabras: "no se puede criticar"; suena a orden, y uno pensaría que, en una democracia, TODO se puede criticar permanentemente. Pero es que el Papa no cita una sola vez al Gobierno y sólo avanzado el texto hace una referencia al laicismo.
Pero donde el ministro pierde definitivamente el oremus y manifiesta el caso más flagrante de proyección que yo haya conocido es cuando se pregunta por qué la Iglesia está "permanentemente obnubilada por el sexo". Desafío a los lectores a que encuentren una sola referencia al sexo o al sexto mandamiento en toda el discurso de Juan Pablo II. No encontrará nada. Cero. La supuesta obsesión eclesial por el sexo es uno de los mitos más demostrablemente falsos de los muchos que se esgrimen contra los católicos. Es el mundo el que está obsesionado con el sexo y con la insistencia de la Iglesia en no tratar el estupendo misterio que nos hace cocreadores con Dios de la vida humana y nos hace hombres y mujeres como si fuera el juego del hoola-hop.
El caso más clamoroso de proyección que nos ha ofrecido la vida pública en la última semana ha sido la reacción de los políticos a las palabras dirigidas por Juan Pablo II a los obispos españoles. De hecho, quien haya leído las reacciones sin hacer lo mismo con el mensaje se extrañará al saber que empieza con las palabras "Queridos hermanos en el Episcopado" y no "Estimado Sr. Rodríguez Zapatero".
Que los políticos hayan saltado ante un discurso dirigido a los obispos -y, secundariamente, al pueblo católico- es significativo del moderno totalitarismo en el que el Estado, democrático o no, ha sustituido a Dios. El Papa habla a los obispos y responden los ministros. Más claro, agua.
Aunque su tono moralizante y sus continuas referencias a la fe puedan llevar a engaño, parece evidente que José Bono no es uno de esos "hermanos en el Episcopado" a quienes el Papa se dirige. Pero es que nuestro ministro de Defensa cumple en el Gobierno el papel implícito de "católico testimonial", el equivalente humano de esa excusa habitual de quienes, tras un comentario veladamente antisemita, se apresuran a precisar que "muchos de mis mejores amigos son judíos". Para enmendarle la plana al Santo Padre, ¿quién mejor que nuestro católico ministerial?
El problema es que Bono, como los demás que han reaccionado a los irreprochables reproches del Papa, responde a lo que el Pontífice no ha dicho, una actitud que ya se está convirtiendo en una irritante tradición en las relaciones entre el poder y la Iglesia.
Así, afirma Bono: "No se puede criticar permanentemente al gobierno por su laicismo". Vamos a olvidar por un momento lo, digamos, peliagudo de que un miembro del Ejecutivo inicie una frase con las palabras: "no se puede criticar"; suena a orden, y uno pensaría que, en una democracia, TODO se puede criticar permanentemente. Pero es que el Papa no cita una sola vez al Gobierno y sólo avanzado el texto hace una referencia al laicismo.
Pero donde el ministro pierde definitivamente el oremus y manifiesta el caso más flagrante de proyección que yo haya conocido es cuando se pregunta por qué la Iglesia está "permanentemente obnubilada por el sexo". Desafío a los lectores a que encuentren una sola referencia al sexo o al sexto mandamiento en toda el discurso de Juan Pablo II. No encontrará nada. Cero. La supuesta obsesión eclesial por el sexo es uno de los mitos más demostrablemente falsos de los muchos que se esgrimen contra los católicos. Es el mundo el que está obsesionado con el sexo y con la insistencia de la Iglesia en no tratar el estupendo misterio que nos hace cocreadores con Dios de la vida humana y nos hace hombres y mujeres como si fuera el juego del hoola-hop.
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