lunes, enero 17, 2005

El espíritu de los tiempos

En 1600, cuando vió que su castillo estaba a punto de ceder al asedio del general Mitsunari, Gracia Hosokawa decidió poner fin a su vida para salvar el honor, como corresponde a un miembro de una de las familias más nobles de Japón. Sabiendo que la Iglesia condena el suicidio, ordenó a un miembro de su séquito que le cortara la cabeza. Murió invocando a la Virgen María. Gracia era católica. Pero, evidentemente, no sólo católica.

Los católicos no somos una raza extraterrestre que ha descendido en paracaídas sobre el planeta. Somos paganos conversos, con los prejuicios de nuestra cultura y los estereotipos morales de la época en que vivimos, y nuestra conducta personal rara vez responde en exclusiva a los dictados de nuestra fe.

Todo lo anterior puede parecer una verdad de Perogrullo, pero la ignorancia -real o fingida- de este hecho evidente está detrás de muchos de los malentendidos que rodean a los llamados 'crímenes' históricos de la Iglesia.

Fenómenos como la Inquisición, las Cruzadas, la condena a Galileo o las persecuciones a los judíos -por los que el Papa actual ha pedido perdón públicamente en varias ocasiones- son sin duda graves si se considera el origen divino de la Iglesia. Pero ni los más acérrimos anticlericales pueden pretender que el cristianismo haya inventado la persecución ideológica, la guerra o los conflictos entre la ciencia y el poder. No es raro oír la opinión de que 'la religión' es la causa de todos los males que afligen a la humanidad. Basta reflexionar cinco minutos, conocer superficialmente la historia del siglo XX o un poco de sentido común para desechar semejante falacia.

Incluso cuando los católicos y la jerarquía eclesiástica actuaron mal, ese mal supuso, por lo general, una mejora con respecto a las actuaciones equivalentes del poder civil. Si la Iglesia persiguió a los herejes, estableció, al menos, garantías jurídicas y penas atenuadas a lo que los gobernantes han hecho desde el alba de los tiempos; si la Iglesia guerreó, también humanizó la guerra estipulando 'treguas de Dios' que prohibían luchar determinados días de la semana y normas que condenaban los daños sobre la población civil, obligaban a dar un buen trato a los prisioneros y regulaba el uso de la fuerza.

Quienes esgrimen una y otra vez las leyendas negras de la Iglesia contra los cristianos están, en realidad, rindiendo un homenaje indirecto a la verdad de la Revelación. En efecto, ¿qué habría de extraño en que una institución de origen humano tuviese vicios humanos?; ¿por qué habría de quedar exenta la Iglesia de la norma universal que ha llevado una y otra vez a los hombres a oprimir, matar y perseguir a otros hombres, a no ser que se tome en serio su pretensión de ser de origen divino?

De hecho, el reto del historiador no es explicar los pecados de la Iglesia, sino sus santos. Torquemada es perfectamente explicable con parámetros humanos; Francisco de Asís o Ignacio de Loyola, algo menos.

Lo curioso es que quienes más insisten en echarle en cara a los católicos los crímenes del pasado suelen ser, al mismo tiempo, los que más alto exigen a la Iglesia que se "modernice", que se adapte "a su tiempo" y ceda, en definitiva, al "espíritu de los tiempos". Pero la Inquisición, las Cruzadas y demás crímenes católicos se produjeron precisamente cuando la Iglesia cedió a la moral del mundo. A veces olvidamos que fenómenos como la esclavitud, la tortura o la persecución al extraño han sido fenómenos perfectamente aceptados durante milenios, antes de que el cristianismo dejara huella en nuestra cultura.Con frecuencia la familiaridad nos ciega ante lo evidente, y si somos capaces de distinguir lo católico de lo culturalmente japonés de la conducta de Gracia Hosukawa es sólo porque se trata de una cultura que nos es ajena.