Ángel y Marta
La premisa esencial de una democracia es que se puede confiar en que la gente sepa lo que más le conviene. O, dicho de otra manera, que el común tiene derecho a arreglar sus asuntos como crea conveniente mientras no perjudique ilícitamente a otros. Si no es así, si no se le supone a la gente corriente la capacidad y el derecho de tomar libremente las decisiones que afectan a sus vidas, entonces confiarles la elección de sus gobernantes sería tan irresponsable como darle una gillette a un mono.
No creo descubrir ningún secreto si digo que la clase política, con honrosas excepciones, no cree en la democracia. Para sus representantes, es un mero mecanismo de elección, más previsible que la lotería y menos sangriento y arriesgado que una batalla. En sus actuaciones concretas, no hay un solo gobierno -a nivel estatal, autonómico o municipal- que no trate a sus representados como menores de edad a quienes hay que salvar de sí mismos y sus estúpidas decisiones personales. Si el representante que he nombrado para cualquier negocio empieza a sermonearme, deberé concluir que no se toma su papel demasiado en serio.
Hasta aquí, nada nuevo ni demasiado grave. Lo verdaderamente grave es que la gente ya se ha acostumbrado a este omnipresente fascismo bajo en calorías y pasa sin comentario ante las intrusiones más escandalosas en su intimidad. Aquí un ministerio puede gastar alegremente una pasta en una campaña contra la ola de calor, en la que benévolamente se nos hace partícipes de arcanos de la ciencia tales como que a la sombra se está más fresquito sin que el despilfarro acabe en titulares.
La última muestra de paternalismo políticamente correcto es, en el Ayuntamiento de Madrid, unos carteles que pretenden darnos lecciones de igualdad de sexo. Los carteles muestran una plancha y unas tenazas, cada una de estos instrumentos acompañados por la pregunta "¿de Ángel o de Marta?". El más descerebrado deducirá el epílogo, en el que se nos adoctrina que las dos herramientas deben ser de Ángel y de Marta.
Se habla mucho de los males de la corrupción, pero personalmente preferiría que el responsable de estas campañas metiera todos esos fondos en su cuenta corriente; mi dinero lo tendrían igual, pero al menos no me sentiría insultado por este torpe e indignante intento de ingeniería social.
El político olvida que la familia es la madre del Estado, y no al revés. Si tuviera un ápice de sentido, la trataría con la reverencia que merece y recordaría las lecciones que aprendió en la suya propia en lugar de sermonearla desde el lugar más inadecuado -el de mero representante- sobre cómo debe organizarse.
Si mi vecino opinara sobre cómo debo organizar mi matrimonio, le mandaría a freír espárragos -como, imagino, la inmensa mayoría de los lectores-; y, sin embargo, mi vecino me conoce y me es mil veces más cercano que el funcionario que quiere distribuir las herramientas entre mi mujer y yo. No tengo el placer de conocer a Ángel y Marta, pero les deseo de todo corazón que establezcan un libérrimo y personalísimo acuerdo sobre el uso de la plancha y las tenazas. Que se decanten por la tradición, y Marta se quede con la plancha y Ángel con las tenazas; o por la revolución, y cambien las tornas; o por la racionalidad, y determinen el uso de una y otra herramienta según su capacidad e inclinación. Que opten, si lo desean, por el surrealismo y usen la plancha para hacer gambas a la plancha y las tenazas para comer espárragos. Pero que no permitan que un remoto e ideologizado funcionario, con dinero ajeno que gastar, les diga cómo deben vivir sus vidas.
No creo descubrir ningún secreto si digo que la clase política, con honrosas excepciones, no cree en la democracia. Para sus representantes, es un mero mecanismo de elección, más previsible que la lotería y menos sangriento y arriesgado que una batalla. En sus actuaciones concretas, no hay un solo gobierno -a nivel estatal, autonómico o municipal- que no trate a sus representados como menores de edad a quienes hay que salvar de sí mismos y sus estúpidas decisiones personales. Si el representante que he nombrado para cualquier negocio empieza a sermonearme, deberé concluir que no se toma su papel demasiado en serio.
Hasta aquí, nada nuevo ni demasiado grave. Lo verdaderamente grave es que la gente ya se ha acostumbrado a este omnipresente fascismo bajo en calorías y pasa sin comentario ante las intrusiones más escandalosas en su intimidad. Aquí un ministerio puede gastar alegremente una pasta en una campaña contra la ola de calor, en la que benévolamente se nos hace partícipes de arcanos de la ciencia tales como que a la sombra se está más fresquito sin que el despilfarro acabe en titulares.
La última muestra de paternalismo políticamente correcto es, en el Ayuntamiento de Madrid, unos carteles que pretenden darnos lecciones de igualdad de sexo. Los carteles muestran una plancha y unas tenazas, cada una de estos instrumentos acompañados por la pregunta "¿de Ángel o de Marta?". El más descerebrado deducirá el epílogo, en el que se nos adoctrina que las dos herramientas deben ser de Ángel y de Marta.
Se habla mucho de los males de la corrupción, pero personalmente preferiría que el responsable de estas campañas metiera todos esos fondos en su cuenta corriente; mi dinero lo tendrían igual, pero al menos no me sentiría insultado por este torpe e indignante intento de ingeniería social.
El político olvida que la familia es la madre del Estado, y no al revés. Si tuviera un ápice de sentido, la trataría con la reverencia que merece y recordaría las lecciones que aprendió en la suya propia en lugar de sermonearla desde el lugar más inadecuado -el de mero representante- sobre cómo debe organizarse.
Si mi vecino opinara sobre cómo debo organizar mi matrimonio, le mandaría a freír espárragos -como, imagino, la inmensa mayoría de los lectores-; y, sin embargo, mi vecino me conoce y me es mil veces más cercano que el funcionario que quiere distribuir las herramientas entre mi mujer y yo. No tengo el placer de conocer a Ángel y Marta, pero les deseo de todo corazón que establezcan un libérrimo y personalísimo acuerdo sobre el uso de la plancha y las tenazas. Que se decanten por la tradición, y Marta se quede con la plancha y Ángel con las tenazas; o por la revolución, y cambien las tornas; o por la racionalidad, y determinen el uso de una y otra herramienta según su capacidad e inclinación. Que opten, si lo desean, por el surrealismo y usen la plancha para hacer gambas a la plancha y las tenazas para comer espárragos. Pero que no permitan que un remoto e ideologizado funcionario, con dinero ajeno que gastar, les diga cómo deben vivir sus vidas.
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