lunes, enero 17, 2005

La abolición del matrimonio

Uno esperaba muchas cosas de María Teresa Fernández de la Vega, pero no un arranque sentimental en el peor estilo de las novelillas rosas de venta en quiosco. “Si no se pregunta a los contrayentes por qué se casan, tampoco se les debe preguntar por qué quieren divorciarse”. Barbara Cartland, muérete de envidia.

El comentario resulta divertidísimo viniendo de quien viene, y abre al jurista enormes posibilidades. Uno ya ve al magistrado de lo Laboral diciéndole al empleado despedido por las buenas: “Nadie les preguntó a ustedes por qué iniciaban su relación laboral, y ahora que su patrón ha decidido disolverla, no tengo derecho a preguntarle por qué”. Más serán los que hayan soñado con presentarse en su banco y aplicar la ‘cláusula De la Vega’ con el director de la oficina: “Créame que cuando suscribí con ustedes el crédito hipotecario, era el hombre más feliz del mundo; pero el tiempo pasa, nadie manda en su corazón y ha llegado el triste momento de buscar mi felicidad en otras partes. Considere cancelado el crédito y no pregunte más”.

En su presentación del ‘divorcio exprés’, como en la del llamado ‘matrimonio homosexual’, el Gobierno parte del mismo concepto sentimental del matrimonio que recuerda al chiste: “¿Tú eres partidario de que los curas se casen?”; “Hombre, si se quieren...”. Si sólo se trata de que dos personas se quieren y se van a vivir juntos, no sé qué pito toca el Gobierno en este asunto. Si el Estado ha tenido históricamente un interés en el matrimonio, es porque forma una familia, y la familia es la fragua del ser humano, la ‘fábrica’ de la que salen todos los ciudadanos. Todo lo demás -el amor romántico, los paseos a la luz de la luna, las Navidades con la familia política y los pelos en la ducha- serán más o menos importantes para los particulares, pero irrelevantes para la sociedad.

Negar a los particulares la posibilidad de vincularse con consecuencias reales es tratarlos como menores de edad, negarles su libertad de obligarse y, en definitiva, no tomarse en serio su palabra.

En la vida social hay dos modos, y sólo dos, de organizar las relaciones: por pacto libre o por imposición. No hay espacio intermedio, de modo que todo lo que no decide el poder lo deciden los agentes libres, los particulares, mediante acuerdos arbitrarios. Lógicamente, para que esos acuerdos tengan algún valor debe haber un medio de hacer obligatorio su cumplimiento. De modo que, para ampliar su ámbito de actuación, al poder le interesará prohibir los pactos libres o, lo que es lo mismo, vaciarlos de contenido.

Así, el Gobierno que quiera ampliar su influencia sobre los ciudadanos tendrá interés en aflojar todo lo posible los lazos naturales que los unen entre sí. Es fundamental distraer a la ciudadanía para que no descubra la trampa evidente, a saber, que se llama libertad a la posibilidad de deshacer los lazos que el hombre ha elegido libremente, pero no sacudirse las imposiciones cada vez más numerosas del Gobierno, que sólo estirando hasta el absurdo la representatividad de las urnas podrían considerarse voluntarias. El poder se presentará como abanderado de la libertad, aunque niegue a los ciudadanos la libertad de obligarse. Un hombre podrá cambiar de opinión sobre su cónyuge al día siguiente de la boda, pero tendrá que aguantar al Gobierno que salga de las urnas durante cuatro años; tendrá derecho a cambiar de mujer cada semana, pero nunca podrá ‘divorciarse’ de Hacienda.