lunes, enero 17, 2005

Las guerras de religión

Tras el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, del que esta semana se ha cumplido el tercer aniversario, el pensamiento único laicista parecía haber encontrado el enemigo ideal en el fundamentalismo islámico: antifeminista hasta el burka y el crimen por honor, homófobo hasta la lapidación, religioso hasta la teocracia, nostálgico de siglos pasados, intolerante hasta la fatwah, enemigo jurado de la democracia; en suma, una caricatura extrema de todo aquello que siempre han achacado a la Iglesia Católica.

Si se hubiera encargado a un autor de sociología-ficción la tarea de diseñar un Enemigo 10 para la modernidad, difícilmente podría haberle salido mejor.

Por eso resulta especialmente desconcertante -y, reconozcámoslo, sospechoso- el atronador silencio de la élite cultural frente a la labor de zapa de los mulás. Feminismo, democracia y respeto a la libre opción sexual han protagonizado una humillante rendición ante el último dogma de nuestro tiempo, el multiculturalismo. Hijo de padre desconocido, el multiculturalismo sostiene en teoría que todas las culturas son iguales; en la práctica, que cualquier cultura es superior a la occidental cristiana. Así, las feministas podrán clamar alto y claro contra el supuesto ‘techo de cristal’ que en el patriarcal Occidente le impide ocupar en número idéntico a los varones los puestos de máxima responsabilidad, mientras, su solidaridad con las musulmanas sometidas a malos tratos sancionados por la cultura, ablación del clítoris o imposición del hijab es mucho menos sonora. Y si Pedro Zerolo, concejal socialista y activista del movimiento gay, organiza a bombo y platillo campañas de apostasía ante la Archidiócesis de Madrid por la oposición de la Iglesia al ‘matrimonio homosexual’, es poco probable que protagonice una movida similar ante la mezquita de la M-30 por la creencia islámica de que el sodomita merece la muerte.

El enemigo de la modernidad es el cristianismo, y ni un ejército de muyahidines suicidas va a desviar a nuestras élites culturales de la transcendental misión de darle palos a la Iglesia. Por eso no han tardado en encontrar la postura ‘correcta’ ante el panorama internacional abierto tras el 11-S: la culpa de todo la tiene Dios. O la creencia en Dios. “Las religiones, todas ellas, sin excepción -escribía el Nobel José Saramago en el primer aniversario de la tragedia-, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana”. Eso lo podía haber dicho cualquier enciclopedista francés y quizá colara; pero culpar a las religiones de ser el origen de todas las catástrofes cuando hemos cerrado el siglo más pródigo en sangre y en matanzas de la historia, protagonizadas todas ellas por regímenes abiertamente anticristianos, suena a ironía macabra. La propia ideología que abandera Saramago, el comunismo, ha recorrido medio mundo como los cuatro caballos del Apocalipsis, dejando a su paso una legión de muertes en Rusia, Ucrania, Cuba, Corea, Vietnam, Camboya, Etiopía y otros países, a cuyo lado todas las víctimas de siglos de Inquisición y Cruzadas resultan estadísticamente insignificantes.

Si Dios no existe, aseguraba Dostoyevski por boca de Ivan Karamazov, todo está permitido. Si todo lo que pueden oponer a los teócratas de Al Qaida nuestros intelectuales es su nihilismo laicista, que Dios nos pille confesados.
Carlos Esteban (ALBA 16-C)