El suicidio de Occidente
El problema de la prensa, sobre todo de la prensa diaria, es que rara vez puede dar las grandes noticias. Todos los periódicos acaban, en un sentido, siendo periódicos de sucesos. La gran noticia en el Mediterráneo en el siglo V era la decadencia del Imperio Romano, pero esperar al 'suceso' de la toma de la ciudad por Odoacro hubiera sido informar demasiado tarde. De igual forma, el problema social, político y económico más grave de nuestro país y de toda Europa rara vez es noticia, y casi nunca aparece en portada.
España -Europa- apenas tiene hijos.
Ocurre a menudo que, lejos de ponernos de acuerdo sobre las soluciones, ni siquiera coincidimos en detectar los problemas, y lo que para unos es un desastre, para los otros es una bendición. Hay falsos problemas, problemas cuestionables, problemas sacados de contexto, problemas exagerados o meras apariencias de problema. No es el caso.
Es tan fácil como contar. Con una tasa de natalidad inferior al 1,4 por ciento, muy por debajo de la tasa de sustitución del 2,1 por ciento, la población envejece y se contrae irremediablemente.
En una sociedad que se ha criado en el mito de la superpoblación, que cada vez seamos menos puede ser considerado por muchos una bendición. No me voy a entretener ahora en desmontar mitos que la realidad se ha encargado ya de deshacer hace décadas. Es más, me presto a admitir que somos demasiado como hipótesis de trabajo. Aun en ese caso, "reducir" la población significa siempre reducirla por abajo, disminuir los nacimientos; a nadie se le ha ocurrido aún, afortunadamente, eliminar población sobrante de un modo menos discriminatorio.
La primera consecuencia a medio plazo es contable. Europa se ha dotado de un sistema de prestaciones sociales -el Estado de Bienestar- que sólo puede funcionar si la población activa -los que producen- supera holgadamente a la población pasiva -los que sólo consumen. El dinero que el lector y su empresa pagan en concepto de cotización a la Seguridad Social no es un ahorro que el Estado le guarde para devolvérselo en forma de pensiones, cuando se jubile, o de seguro de desempleo, si se queda en paro; esas cuotas son un impuesto que el Gobierno utiliza para pagar a los jubilados de hoy, a los parados de ahora mismo. Si quienes producen riqueza son muchos en relación con los que sólo gastan, el sistema, mal que bien, funciona. Pero cuando, en el futuro previsible, el Estado se vea obligado a quitarle una proporción cada vez mayor de la riqueza que produce a un número cada vez menor de jóvenes para pagar las pensiones de un número cada vez mayor de jubilados, la quiebra del sistema estará al alcance de la mano.
Muchos expertos ponen su esperanza en la inmigración, pero esa solución tiene un coste social alto. Para empezar, tendría que ser una inmigración masiva para compensar la bajísima natalidad española. Y nunca en la historia se han producido influjos masivos de unas poblaciones en el territorio de otras sin que se produzcan graves problemas de adaptación y cambio social, como puede verse diariamente en muchos países de la UE.
Lo grave no es que el problema número uno de Europa no cope los titulares, sino que el Gobierno lo ignore. La bendición de nuestro sistema político es que un mal gobierno no tiene por qué durar más de cuatro años; la maldición, que cada gobierno tiene un incentivo para ignorar los verdaderos problemas, los problemas a largo plazo, y centrarse en las medidas efectistas que les garanticen otro mandato. Lo verdaderamente suicida es que este Gobierno, lejos de tomar medidas urgentes para paliar el problema, parece empeñado en agravarlo con sus ataques obsesivos y constantes a la familia. (24/11/2004)
España -Europa- apenas tiene hijos.
Ocurre a menudo que, lejos de ponernos de acuerdo sobre las soluciones, ni siquiera coincidimos en detectar los problemas, y lo que para unos es un desastre, para los otros es una bendición. Hay falsos problemas, problemas cuestionables, problemas sacados de contexto, problemas exagerados o meras apariencias de problema. No es el caso.
Es tan fácil como contar. Con una tasa de natalidad inferior al 1,4 por ciento, muy por debajo de la tasa de sustitución del 2,1 por ciento, la población envejece y se contrae irremediablemente.
En una sociedad que se ha criado en el mito de la superpoblación, que cada vez seamos menos puede ser considerado por muchos una bendición. No me voy a entretener ahora en desmontar mitos que la realidad se ha encargado ya de deshacer hace décadas. Es más, me presto a admitir que somos demasiado como hipótesis de trabajo. Aun en ese caso, "reducir" la población significa siempre reducirla por abajo, disminuir los nacimientos; a nadie se le ha ocurrido aún, afortunadamente, eliminar población sobrante de un modo menos discriminatorio.
La primera consecuencia a medio plazo es contable. Europa se ha dotado de un sistema de prestaciones sociales -el Estado de Bienestar- que sólo puede funcionar si la población activa -los que producen- supera holgadamente a la población pasiva -los que sólo consumen. El dinero que el lector y su empresa pagan en concepto de cotización a la Seguridad Social no es un ahorro que el Estado le guarde para devolvérselo en forma de pensiones, cuando se jubile, o de seguro de desempleo, si se queda en paro; esas cuotas son un impuesto que el Gobierno utiliza para pagar a los jubilados de hoy, a los parados de ahora mismo. Si quienes producen riqueza son muchos en relación con los que sólo gastan, el sistema, mal que bien, funciona. Pero cuando, en el futuro previsible, el Estado se vea obligado a quitarle una proporción cada vez mayor de la riqueza que produce a un número cada vez menor de jóvenes para pagar las pensiones de un número cada vez mayor de jubilados, la quiebra del sistema estará al alcance de la mano.
Muchos expertos ponen su esperanza en la inmigración, pero esa solución tiene un coste social alto. Para empezar, tendría que ser una inmigración masiva para compensar la bajísima natalidad española. Y nunca en la historia se han producido influjos masivos de unas poblaciones en el territorio de otras sin que se produzcan graves problemas de adaptación y cambio social, como puede verse diariamente en muchos países de la UE.
Lo grave no es que el problema número uno de Europa no cope los titulares, sino que el Gobierno lo ignore. La bendición de nuestro sistema político es que un mal gobierno no tiene por qué durar más de cuatro años; la maldición, que cada gobierno tiene un incentivo para ignorar los verdaderos problemas, los problemas a largo plazo, y centrarse en las medidas efectistas que les garanticen otro mandato. Lo verdaderamente suicida es que este Gobierno, lejos de tomar medidas urgentes para paliar el problema, parece empeñado en agravarlo con sus ataques obsesivos y constantes a la familia. (24/11/2004)
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