Miedo a la libertad
Hace un par de años, un ingeniero holandés, Hans Monderman, tuvo una idea luminosa: eliminar todas las señales de tráfico de las carreteras para hacerlas más seguras. El plan se probó en una ciudad danesa, Christianfeld, donde la siniestralidad de sus intersecciones más peligrosas se redujo a cero al eliminar toda señalización. La razón es antiintuitiva, pero evidente: tantas instrucciones dan una falsa seguridad al individuo que, al no tenerlas, usa su sentido común.
Noto una creciente -y preocupante- tendencia a acabar con todos los males a golpe de decreto, a esperar de la autoridad -del Estado, más que nada- la solución a todos los problemas, la idea de que el camino hacia la felicidad universal debe publicarse antes en el BOE. Los nacionalistas, por poner un ejemplo de actualidad, cifran el colmo de la felicidad humana en proporcionar a sus paisanos un nuevo modelo de DNI y una nueva bandera, y están dispuestos a pasar sobre lo que sea, o casi, para salirse con la suya.
Lo aterrador es que ni siquiera se discute, está fuera del debate público. Ante cualquier nuevo problema se debatirá cuál es la regulación, norma o ley más conveniente, pero nadie sugerirá que quizá regular no sea la mejor solución y que, en muchos casos, puede ser la causa del problema.
Pero el efecto más pernicioso y a largo plazo de este regular hasta morir no es económico ni social, sino moral. Lo peor de esta inflación legislativa, con ser grave, no es que sea ineficaz y económicamente ruinoso o que aumente las ocasiones de corrupción; lo peor es el efecto destructor sobre el espíritu humano. En primer lugar, tiende a destruir el concepto de responsabilidad personal. Si mis hijos están mal educados, la culpa es del Estado, que no proporciona una educación adecuada (y mucho más prolongada, ya que estamos), que no toma medidas para que no beban y se droguen, que deja que las televisiones emitan programas basura. Si no consigo el dinero que deseo nunca es culpa mía: es que la riqueza está mal repartida y, de alguna manera misteriosa, el que tiene es porque me lo ha robado a mí. La ley omnipresente nos infantiliza; hemos subcontratado en el Poder nuestra responsabilidad personal y, lo que es igual malo, nuestra capacidad de juicio común. Si un par de tipos se presenta ante un nutrido grupo de amigos y les intentan secuestrar armados con sendos cutters, les iban a caer bofetadas hasta en el cielo de la boca. Pero 5.000 personas murieron en las Torres Gemelas de Nueva York -provocando, de paso, dos guerras- porque las regulaciones prescribían que en, en caso de secuestro aéreo, siempre había que seguir las instrucciones del secuestrador, aun en contra del más elemental sentido común.
Otro efecto demoledor es la confusión de lo público y lo estatal, del Estado y la sociedad y, sobre todo, pretender que la ley puede, por sí sola, hacernos felices. Propongo al lector un sencillo ejercicio: piense en las cosas que de verdad le preocupan, las que le quitan el sueño, y luego en las que le alegran la vida, las que hacen que valga la pena vivir. Nueve de cada diez -y me quedo corto- no tienen absolutamente nada que ver con la política, y la ley no puede hacer ni mucho ni poco para cambiarlas sustancialmente. (04/01/2005 )
Noto una creciente -y preocupante- tendencia a acabar con todos los males a golpe de decreto, a esperar de la autoridad -del Estado, más que nada- la solución a todos los problemas, la idea de que el camino hacia la felicidad universal debe publicarse antes en el BOE. Los nacionalistas, por poner un ejemplo de actualidad, cifran el colmo de la felicidad humana en proporcionar a sus paisanos un nuevo modelo de DNI y una nueva bandera, y están dispuestos a pasar sobre lo que sea, o casi, para salirse con la suya.
Lo aterrador es que ni siquiera se discute, está fuera del debate público. Ante cualquier nuevo problema se debatirá cuál es la regulación, norma o ley más conveniente, pero nadie sugerirá que quizá regular no sea la mejor solución y que, en muchos casos, puede ser la causa del problema.
Pero el efecto más pernicioso y a largo plazo de este regular hasta morir no es económico ni social, sino moral. Lo peor de esta inflación legislativa, con ser grave, no es que sea ineficaz y económicamente ruinoso o que aumente las ocasiones de corrupción; lo peor es el efecto destructor sobre el espíritu humano. En primer lugar, tiende a destruir el concepto de responsabilidad personal. Si mis hijos están mal educados, la culpa es del Estado, que no proporciona una educación adecuada (y mucho más prolongada, ya que estamos), que no toma medidas para que no beban y se droguen, que deja que las televisiones emitan programas basura. Si no consigo el dinero que deseo nunca es culpa mía: es que la riqueza está mal repartida y, de alguna manera misteriosa, el que tiene es porque me lo ha robado a mí. La ley omnipresente nos infantiliza; hemos subcontratado en el Poder nuestra responsabilidad personal y, lo que es igual malo, nuestra capacidad de juicio común. Si un par de tipos se presenta ante un nutrido grupo de amigos y les intentan secuestrar armados con sendos cutters, les iban a caer bofetadas hasta en el cielo de la boca. Pero 5.000 personas murieron en las Torres Gemelas de Nueva York -provocando, de paso, dos guerras- porque las regulaciones prescribían que en, en caso de secuestro aéreo, siempre había que seguir las instrucciones del secuestrador, aun en contra del más elemental sentido común.
Otro efecto demoledor es la confusión de lo público y lo estatal, del Estado y la sociedad y, sobre todo, pretender que la ley puede, por sí sola, hacernos felices. Propongo al lector un sencillo ejercicio: piense en las cosas que de verdad le preocupan, las que le quitan el sueño, y luego en las que le alegran la vida, las que hacen que valga la pena vivir. Nueve de cada diez -y me quedo corto- no tienen absolutamente nada que ver con la política, y la ley no puede hacer ni mucho ni poco para cambiarlas sustancialmente. (04/01/2005 )
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