Oh capitán, mi capitán (firma invitada)
No tengo previsto irme antes de los 90. Que conste. Me aterran los quirófanos y botellitas de suero perladas de vaho de la Seguridad Social; me fatigan las mesillas metálicas de la cabecera, con cajitas de kleenex y una mandarina envuelta en papel albal del acompañante de turno; me da grima el cruel contraste que ofrecen los enfermos, enflaquecidos, despeinados, tirados en la penumbra frente a la tele de la habitación donde una nenas de interminables y bronceadas piernas, no paran de reir y se divierten mucho con unos concursantes y una piscina y unos regalos y unos besos.
Pero lo que más pereza me da, una pereza cósmica, es irme. Partir, saltar sin paracaídas, lanzarme al vacío. Negro. ¿Negro?
O me daba. Porque desde hace un mes, lo veo de otra forma. Me ha ayudado alguien que, probablemente, tenía las mismas perezas que yo; alguien parecido a mí -hasta en lo físico-; con gustos y hasta tics próximos a los míos. Era la persona indicada para enseñarme a saltar sin paracaídas. En eso, como en todo, ha ido por delante, igual que un capitán al frente de sus hombres.
La misma persona que me enseñó a atarme los cordones, la tabla del dos, el padrenuestro, qué es un vector (3º de Bachiller, verano), y que se puede seguir enamorado de la esposa, como un novio, a los 77 años.
Lo ví morir, hace apenas un mes, rodeado de frutos -su mujer, sus hijos, es decir, mi madre y mis hermanos-. Nos miró a todos, besó a su mujer, besó el crucifijo y entró en agonía. Con una paz contagiosa que nos transmitió a los hijos, una paz que hasta escandaliza un poco a los que no están en el ajo.
Mi padre no era un superhombre. Lo conocí en zapatillas: era alguien muy normal, muy como todos, como usted y como yo. Con temores, con dudas, con desconciertos… ¿entonces? Tenía un secreto. Siendo recién nacido le hicieron un regalo (la fe) y él nunca se desprendió de él. Sin gafas no veía, pero con la fe sabía que la muerte no es el final. Por eso, la suya fue la partida de un cristiano, con una serenidad impresionante.
Le preguntamos dos cosas. Sus respuestas le retratan. Una, que si quería ir al Cielo. Sí - dijo. Dos, qué es lo que más le apetecía. - Cerveza. Probablemente ambas eran la misma cosa.
Pero lo que más pereza me da, una pereza cósmica, es irme. Partir, saltar sin paracaídas, lanzarme al vacío. Negro. ¿Negro?
O me daba. Porque desde hace un mes, lo veo de otra forma. Me ha ayudado alguien que, probablemente, tenía las mismas perezas que yo; alguien parecido a mí -hasta en lo físico-; con gustos y hasta tics próximos a los míos. Era la persona indicada para enseñarme a saltar sin paracaídas. En eso, como en todo, ha ido por delante, igual que un capitán al frente de sus hombres.
La misma persona que me enseñó a atarme los cordones, la tabla del dos, el padrenuestro, qué es un vector (3º de Bachiller, verano), y que se puede seguir enamorado de la esposa, como un novio, a los 77 años.
Lo ví morir, hace apenas un mes, rodeado de frutos -su mujer, sus hijos, es decir, mi madre y mis hermanos-. Nos miró a todos, besó a su mujer, besó el crucifijo y entró en agonía. Con una paz contagiosa que nos transmitió a los hijos, una paz que hasta escandaliza un poco a los que no están en el ajo.
Mi padre no era un superhombre. Lo conocí en zapatillas: era alguien muy normal, muy como todos, como usted y como yo. Con temores, con dudas, con desconciertos… ¿entonces? Tenía un secreto. Siendo recién nacido le hicieron un regalo (la fe) y él nunca se desprendió de él. Sin gafas no veía, pero con la fe sabía que la muerte no es el final. Por eso, la suya fue la partida de un cristiano, con una serenidad impresionante.
Le preguntamos dos cosas. Sus respuestas le retratan. Una, que si quería ir al Cielo. Sí - dijo. Dos, qué es lo que más le apetecía. - Cerveza. Probablemente ambas eran la misma cosa.
Alfonso Basallo
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