Elogio de McDonald's
Si le hubieran dicho a los socialistas del siglo XIX -o al propio Carlos Marx- que en cosa de un siglo el último de los proletarios tendría a su disposición en todas las ciudades medianas unos locales donde les servirían comida -y no cualquiera: carne- preparada y nutritiva por un precio ridículo al alcance de cualquier bolsillo, darían por descartado que su soñada revolución habría al fin triunfado.
Para las nuevas generaciones de Occidente es fácil olvidar que el hambre ha sido un mal endémico de la humanidad durante toda su historia, que lo anómalo -históricamente- no es el hambre, sino tener universalmente aseguradas tres comidas diarias, y que la carne ha sido comida de fiesta y privilegio de las clases pudientes hasta hace relativamente poco. Por todo eso, si la izquierda fuera sincera y consecuente en sus anhelos de favorecer a los más pobres, sus líderes harían cuestaciones para que Ronald McDonald tuviera una estatua en cada pueblo y ciudad.
¿Tengo que decir que no es ése el caso? Al contrario: citar a McDonald's es como mentarle la bicha a todo progresista que se precie. Ahí está José Bové, que se harta de cosechar aplausos del pensamiento único a base de destrozar locales de McDonald’s, aunque comer un Big Mac, que yo sepa, sigue siendo voluntario, mientras que pagar lo que el Estado decide comprar con nuestro dinero no lo es.
Una razón evidente de esta inquina es que semejante logro -poner el alimento más universalmente ambicionado al alcance de cualquiera, ya servido y con garantías de higiene- no es fruto de ningún plan quinquenal o del sabio dirigismo de los planificadores estatales, sino consecuencia de la libertad y la iniciativa privada. Pero empiezo a sospechar que, además, todos los que dicen hablar en nombre del pueblo le tienen una especial tirria a todo lo que resulta evidentemente popular. Si al pueblo le gusta algo y lo adquiere masivamente, enseguida se etiqueta el producto en cuestión con el calificativo de 'comercial', verdadero equivalente moderno del 'anatema sit'.
Para las nuevas generaciones de Occidente es fácil olvidar que el hambre ha sido un mal endémico de la humanidad durante toda su historia, que lo anómalo -históricamente- no es el hambre, sino tener universalmente aseguradas tres comidas diarias, y que la carne ha sido comida de fiesta y privilegio de las clases pudientes hasta hace relativamente poco. Por todo eso, si la izquierda fuera sincera y consecuente en sus anhelos de favorecer a los más pobres, sus líderes harían cuestaciones para que Ronald McDonald tuviera una estatua en cada pueblo y ciudad.
¿Tengo que decir que no es ése el caso? Al contrario: citar a McDonald's es como mentarle la bicha a todo progresista que se precie. Ahí está José Bové, que se harta de cosechar aplausos del pensamiento único a base de destrozar locales de McDonald’s, aunque comer un Big Mac, que yo sepa, sigue siendo voluntario, mientras que pagar lo que el Estado decide comprar con nuestro dinero no lo es.
Una razón evidente de esta inquina es que semejante logro -poner el alimento más universalmente ambicionado al alcance de cualquiera, ya servido y con garantías de higiene- no es fruto de ningún plan quinquenal o del sabio dirigismo de los planificadores estatales, sino consecuencia de la libertad y la iniciativa privada. Pero empiezo a sospechar que, además, todos los que dicen hablar en nombre del pueblo le tienen una especial tirria a todo lo que resulta evidentemente popular. Si al pueblo le gusta algo y lo adquiere masivamente, enseguida se etiqueta el producto en cuestión con el calificativo de 'comercial', verdadero equivalente moderno del 'anatema sit'.
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