miércoles, diciembre 14, 2005

El espíritu de la plantación

¿Ha tenido que ir alguna vez a una oficina del Estado? (¡qué pregunta más tonta!). Es muy probable que haya encontrado colas, que los trámites parezcan repetitivos, largos, absurdos. Es posible que haya encontrado funcionarios simpáticos, eficientes y serviciales; pero también otros malhumorados, perezosos y morosos; apenas tienen incentivos para ser una cosa en vez de la otra. Pero lo que no encontrará es alguien que ponga tanto interés en lo suyo como usted mismo, ni siquiera como aquellos a los que paga directamente para que se tomen ese interés.

Bueno, pues ahí tiene usted al Estado, a la Administración, al Gobierno. Ese funcionario -distraído o atento- es el Estado. No hay otro. Y ésa es la imagen -ésa, y el formulario del IRPF- que deberíamos tener en la cabeza cada vez que se discuta una medida oficial, una ley, la creación de una comisión o una agencia pública. El problema es que, a medida que se difumina en la mente social la idea de Dios, el Estado viene a sustituirla, y así nos hemos acostumbrado a esperarlo todo del poder y renunciar, cada vez más, a nuestra autonomía, nuestras propias fuerzas, nuestra responsabilidad. Basta que se anuncie una ley contra un problema que reconocemos como tal para considerarla buena, sin sopesar la posibilidad de que el problema sea insoluble o lo podamos arreglar desde la sociedad, el control que estamos cediendo al poder y del que hará uso indefectiblemente, el coste económico, las posibles consecuencias negativas de la norma -que hay curas peores que la enfermedad- o si los medios que prevé son adecuados y eficaces.

Ahora el poder finge preocuparse por nuestros pulmones más que nosotros mismos, nos trata como a incapaces que no saben lo que les conviene. Y nosotros, al aceptarlo, estamos creando una sociedad débil e infantiloide, enganchada a lo que un Estado cada vez más intrusivo quiera devolvernos de nuestro propio dinero y necesitada de que le digan lo que debe hacer. Es el espíritu de la plantación, el sello de una sociedad muerta.