viernes, marzo 23, 2007

Paisaje tras la batalla

Lo suyo ahora sería que hiciera un análisis, conciso y sesudo, de la combinatoria electoral catalana, uno esos estudios instantáneos del baile de salón postelectoral que tanto se parecen a las alineaciones que se ensayan en el bar antes de un derby o una final de la Eurocopa.


Me confieso incapaz. La sensación que me dejan estas elecciones es la de las cansadas maniobras del trilero, algo tan recalentado en las cocinas del poder que la distancia con lo que se supone que es la democracia -que la gente decida, sobre todo que decida sobre su propia vida- resulta ya abismal.


La alta abstención no es una anécdota, ni un signo de ‘modernización’. Tampoco es mero pasotismo incívico. Es, me temo, el voto gestual, pasivo, de una ciudadanía que ya desespera de que no se escuche su voz en medio de los cambalaches de una casta que, en lo importante, lo tienen ya todo atado y bien atado.


A todo esto hay que sumar el virus del nacionalismo, que tiene que ver con el amor a la tierra, grande o chica, lo que el tocino con la velocidad. El nacionalismo moderno no es ni siquiera, con ser malo, el viejo tribalismo redivivo en estado puro. Tiene casi más que ver con ese separatismo endémico que afecta a todo Occidente y que alimenta el victimismo latente en todo grupo humano, el deseo inconfeso de que nos digan que somos especiales, que nos han tratado mal y que nada de lo que nos pasa es culpa nuestra, sino del ‘coco’ opresor, llámese éste Estado central, Patriarcado, Paradigma Heterosexual, Colonialismo Blanco o Gran Capital. Es difícil sustraerse a su atracción, aunque el resultado es una guerra de todos contra todos en la que nadie habla claro, las responsabilidades personales se diluyen hasta anularse y sólo se benefician politicastros de aldea que aspiran a ser cabeza de ratón. Cataluña no se merece esto. España, tampoco.