Ni se le pase por la cabeza
Se suele atribuir a Voltaire la siguiente frase, no por manida menos falsa: "aborrezco tus ideas pero moriría defendiendo tu derecho a expresarlas". Muy bonito, pero uno imagina al Voltaire real muriendo por defender el derecho de, digamos, la Iglesia a expresar sus ideas y le da la risa floja, la verdad. La experiencia, ese asesino de ilusiones, me hace pensar que los que están dispuestos a morir defendiendo la libertad de expresión de sus enemigos ideológicos pueden contarse con los dedos de una oreja.
Todas las constituciones reconocen y amparan la libertad de expresión, uno de los derechos humanos incluidos en todas las declaraciones y tratados internacionales, y sería absurdo pretender que en las democracias occidentales hay censura en el sentido clásico del término. Pero sería ingenuo -o algo peor- fingir que la amenaza de cárcel o paredón es el único medio de impedir que determinadas ideas se defiendan públicamente.
A ver, piense en ideas que de ninguna manera podría escribir en un periódico o decir en una radio: seguro que se le ocurren centenares. Y, aunque las leyes sobre 'delitos de odio' hará que algunas de ellas puedan acarrear penas de cárcel, en la mayoría de los casos ni siquiera intervendría la justicia. El mecanismo de castigo, en este caso, es extraoficial, pero no menos eficaz: el aislamiento, el estigma, la exclusión, la vergüenza social.
Esto es muy grave cuando se trata de ideas políticas, cuando la pena por salirse del estrecho espectro de opiniones permitidas supone automáticamente quedar fuera del discurso público. Pero cuando se trata de ciencia, de investigación científica, de la búsqueda de una verdad comprobable y de aplicación inmediata, las consecuencias son desastrosas. La venganza de la realidad es siempre implacable y, en cualquier caso, el temor al exilio profesional mata la curiosidad científica.
A nadie le gusta ser arrojado a las tinieblas exteriores, ser un exiliado de la vida social, el raro, el apestado, el intocable. Ni siquiera a mí.
Todas las constituciones reconocen y amparan la libertad de expresión, uno de los derechos humanos incluidos en todas las declaraciones y tratados internacionales, y sería absurdo pretender que en las democracias occidentales hay censura en el sentido clásico del término. Pero sería ingenuo -o algo peor- fingir que la amenaza de cárcel o paredón es el único medio de impedir que determinadas ideas se defiendan públicamente.
A ver, piense en ideas que de ninguna manera podría escribir en un periódico o decir en una radio: seguro que se le ocurren centenares. Y, aunque las leyes sobre 'delitos de odio' hará que algunas de ellas puedan acarrear penas de cárcel, en la mayoría de los casos ni siquiera intervendría la justicia. El mecanismo de castigo, en este caso, es extraoficial, pero no menos eficaz: el aislamiento, el estigma, la exclusión, la vergüenza social.
Esto es muy grave cuando se trata de ideas políticas, cuando la pena por salirse del estrecho espectro de opiniones permitidas supone automáticamente quedar fuera del discurso público. Pero cuando se trata de ciencia, de investigación científica, de la búsqueda de una verdad comprobable y de aplicación inmediata, las consecuencias son desastrosas. La venganza de la realidad es siempre implacable y, en cualquier caso, el temor al exilio profesional mata la curiosidad científica.
A nadie le gusta ser arrojado a las tinieblas exteriores, ser un exiliado de la vida social, el raro, el apestado, el intocable. Ni siquiera a mí.
1 Comments:
¿Aquilino? Que bueno lo de la experiencia...
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