sábado, abril 07, 2007

San Carlos Borromeo y El País

Del caso de la Iglesia de San Carlos Borromeo de Entrevías, que tan oportunamente ha saltado en vísperas de Semana Santa, y, sobre todo, la reacción de los medios ‘oficiales’ como El País, pueden extraerse, al menos, tres interesantes conclusiones sobre la Iglesia Católica, su relación con el Estado y la naturaleza del laicismo.

Al menos en España, la Iglesia Católica es LA Iglesia. Igual que uno puede odiar a sus padres y haber renegado de ellos y, sin embargo, reconocerlos, el español que ha abandonado su fe sigue reteniendo el derecho de opinar sobre si determinadas conductas se ajustan o no a un credo en el que no cree. Dejar de creer, parece, nos hace preternaturalmente aptos para juzgar en materia de fe.

A nadie se le ocurriría censurar a los hindúes españoles sin decidieran cerrar uno de sus templos en los que el oficiante ningunea a Vishnú y reabrirlo como un centro de caridad; y nuestra exquisita sensibilidad multicultural nos impediría decir esta boca es mía sobre lo que hagan o deshagan los musulmanes en su parcela en materia de idoneidad del culto. Pero con la Iglesia Católica la veda está siempre abierta, y así El País puede pontificar “que unos niños comulguen con rosquillas no debería ser tomado tan a pecho”, sin que parezca importarle qué se supone que hace un fiel cuando comulga la Sagrada Hostia. Doctores tiene Prisa para juzgar.

La segunda conclusión es que la inmensa y secular labor humanitaria –caritativa es el nombre preciso- de la Iglesia Católica en todos los países a lo largo de toda su historia ha llevado a muchos a tomar el rábano por las hojas y a confundir las consecuencias con las causas, terminando por creer que la Iglesia es una enorme ONG internacional.

La labor esencial de ‘los curas’ es administrar los sacramentos y predicar el Evangelio. Hace no muchos años, esta frase habría sonado parecida a la de “dos más dos son cuatro”, una obviedad, pero en estos tiempos lo evidente es lo primero que se olvida. La labor de caridad es una consecuencia natural, podríamos decir que casi refleja, del mensaje salvífico de Cristo.

Si algo ejemplifica a la perfección que el mensaje cristiano no es un buenismo más o menos desarrollado ni una doctrina laboriosamente pergeñada por mentes preclaras es lo que celebramos este domingo, origen de toda la predicación histórica: Cristo –un hombre concreto- murió y ha vuelto a la vida. Le han visto muchos morir, y otros tantos le han vuelto a ver moverse, hablar, comer pescado. Esta inescapable materialidad, este relato inambiguo, perfectamente enmarcado en la geografía y en la historia, es el punto de partida de todo el mensaje, lo que lo hace inmediatamente atendible. Y lo que justifica que el mensaje del Resucitado se acepte o se rechace in toto, en su integridad. El custodio de este mensaje es la Iglesia. Y lo demás son… rosquillas.

La tercera conclusión es que el mundo nunca podrá tragar esto. En el mejor de los casos, la Iglesia será directamente perseguida; en el peor, los poderes de este mundo tratarán de secuestrarla, de instrumentalizarla para sus fines, de desactivarla convirtiéndola en una vaga ONG o en un medio adicional de control.