miércoles, agosto 31, 2005

La batalla educativa

"Dadnos los seis primeros años de la vida de un hombre -dicen que solían decir los jesuitas- y quedaros con el resto". Es en esa época de la vida cuando la persona aprende, no conceptos o datos aislados, sino toda una visión del mundo, una manera de concebirse a sí mismo y lo que le rodea. Y nuestros queridos gobernantes, naturalmente, por supuesto, quieren esos seis años y todos los que puedan conseguir.

La educación, que tiene todas las papeletas para convertirse en el debate central de un curso políticamente al rojo, no es como la economía, el empleo o la política exterior. Decía Hanna Arendt que cada generación la civilización occidental sufre la invasión de los bárbaros, y estos bárbaros son los niños. En una sola generación se puede olvidar todo lo aprendido; en una sola generación se pueden cambiar todos los conceptos. Por eso la educación puede hacer hombres y mujeres libres y responsables o súbditos dóciles y adocenados a la medida del poder. Y por eso al poder le urge que la educación deje de ser una actividad encomendada a las familias y sólo subsidiariamente realizada por el Estado para convertirse en una herramienta de adoctrinamiento de la que nadie pueda escapar.

Ésa es la verdadera batalla de este curso, ése es el debate en el que la Ley de Educación es sólo un paso más, por grave y sintómatico que sea, no el 'derecho a los novillos' o la Educación para la Ciudadanía; ni siquiera la no obligatoriedad de la asignatura de Religión. Todo eso habrá que cuestionarlo, por supuesto, pero con la idea clara de que lo que a fin de cuentas está en juego, la verdadera discusión, es si nuestros hijos son nuestros o del Estado, si deben ser las familias o el gobierno quienes eduquen a los niños.

Hay guerras y guerras

La realidad es simple para quien elude la funesta manía de pensar. Las guerras, por ejemplo. Hay guerras malas y guerras buenas, aunque a éstas últimas no se las llama guerras. La de Iraq es una guerra mala: los americanos invadieron un remoto país musulmán que no les había atacado ni suponía amenaza alguna para ellos. La de Afganistán, en cambio, es una guerra buena porque... Bueno, es buena porque no se le llama guerra, sino 'intervención humanitaria'.

Si uno examina cuidadosamente lo que hacían diariamente los soldados españoles en Iraq durante el oprobioso gobierno de Aznar y lo que hacen esos mismo soldados en Afganistán, podría confundirse, porque las misiones en uno y otro caso parecen idénticas. En Iraq los españoles no iban a matar a nadie. En Afganistán, no han cambiado el cetme por bolsas de caramelos. Pero la presencia en Iraq era intolerable, le valió al PP la derrota en las urnas, puso en pie de guerra (es un decir) a los titiriteros apesebrados de la cultureta oficial y a España en el punto de mira del terrorismo islamista, con resultados trágicos. La presencia en Afganistán, a lo que parece, es la versión uniformada de un concierto benéfico de U2, con los nativos arrojando flores al paso de nuestros muchachos. La guerra, decía el general Sherman, es un infierno. Pero la de Afganistán es Disneylandia con Cougars, donde, sí, han perdido la vida 17 soldados, pero como si hubiera sido en un accidente durante la Operación Retorno en la carretera de La Coruña.

miércoles, agosto 24, 2005

Luz y sonido

Luces, cámara, acción. Todo está pensado, ensayado al milímetro: las declaraciones, pero también las poses, los encuadres, el timing. La política se ha convertido en una película en directo, los políticos se inspiran más en Spielberg que en cualquier gurú de la cosa pública y, como el periodista del cuento, nunca permiten que la realidad les estropee un bonito mensaje.

Decía el obispo anglicano Berkeley que ser es ser percibido, lo que es es lo que se ve. Nada más falso: la verdad siempre acaba imponiéndose. Pero, a diferencia del estadista, el político de partido es un ser miope al que sólo le preocupa el futuro próximo, gobernar otros cuatro años más. Por eso siempre está en campaña, por eso le importa más el parecer que el ser. Y el que venga detrás, que arree.

El caso de los muertos de Afganistán es de libro en este sentido. Ante una situación casi idéntica a la que se convirtió en pesadilla del ministro Trillo, los guionistas del PSOE saben cómo darle la vuelta a la historia para que tenga un final feliz. Al menos, feliz para ellos.

Primero fue la Ley del Silencio impuesta a todos los testigos implicados. Parafraseando a Alfonso Guerra, el que se mueva no sale en el plano. No existe. Luego el helicóptero de Bono en el Bernabeu, aunque hubiera lugares más obvios y oportunos, porque sin cámaras y periodistas no hay gesto, y éstos no pierden comba. ¿Qué más da que hayan quedado restos en el lugar del accidente, si la identificación ha sido rápida e ‘indubitada’? ¿Qué importa que el Cougar siniestrado no sea el mejor helicóptero para el terreno, si los familiares de las víctimas están ‘encantados’ con el trato dispensado por el Gobierno? ¿Quién se acuerda ya de que Afganistán es una zona en guerra en la que siguen arriesgando la vida nuestros soldados pese a un ministro que ‘prefiere morir a matar’, si Fray José sabe marcar el gesto justo, pronunciar la palabra exacta y, sobre todo, no salirse nunca del encuadre?

miércoles, agosto 17, 2005

Tus muertos y los míos

¿Cuál es la diferencia entre un desgraciado e imprevisible accidente y un trágico caso de negligencia criminal? ¿Se rinden? El partido en el poder.
El 19 de noviembre de 2002, un petrolero que transportaba 77.000 toneladas de crudo, se partió en dos en las costas gallegas. El gobierno, entonces del PP, no tenía, naturalmente, nada que ver. No murió nadie y se invirtieron muchos millones en la operación de limpieza. Sin embargo, la oposición socialista criticó con tal furia e insistencia la opinable reacción de las autoridades –incluyendo manifestaciones y la creación de la plataforma Nunca Mais- que cualquiera diría que Aznar en persona había torpedeado el petrolero. El pasado 16 de julio, un incendio en Guadalajara destruía 17.000 hectáreas de bosque y acabó con la vida de once personas. Pero ahora gobiernan los socialistas y ha sido, naturalmente, un desgraciado accidente.

El 26 de mayo de 2003, un avión militar de transporte se estrelló en las montañas de Turquía en un accidente en el que murieron 62 soldados españoles. El gobierno del PP era, por supuesto, culpable por haber empleado un transporte barato e inseguro, y el PSOE no dejó de invocar incesantemente a los muertos contra el entonces ministro Federico Trillo e incluso permitió ilegalmente que una manifestación de familiares de los muertos entrara en el Congreso y acosara al ex ministro. El pasado martes, un helicóptero Cougar –comprado en tiempos de Felipe González, la opción más barata de tres modelos presentados a concurso- se estrellaba en Afganistán, con el resultado de 17 soldados españoles muertos. Pero ahora gobiernan los socialistas y ha sido, naturalmente, un desgraciado accidente.

Una de las muchas locuras de nuestro tiempo es pensar que lo tenemos todo controlado; que, de alguna manera, la prevención puede evitar todos los accidente. En ausencia de un Dios trascendente, el hombre busca un responsable más cercano de todo lo que ocurre y no controla, y ese responsable es el Estado. Lo peor es que los gobiernos alimentan esta ceguera al reducir cada vez más el ámbito de actuación de los individuos y tratar de legislarlo todo. Sólo cuando las cosas salen mal se acuerdan de invocar al azar y exculparse recurriendo . Pero ya es tarde.

martes, agosto 09, 2005

La superstición internacionalista

Esta semana han coincidido en la prensa de todo el mundo dos noticias que apuntan a uno de los tótems de la moderna progresía, las Naciones Unidas: el nombramiento de John Bolton como embajador norteamericano ante la ONU y la admisión de culpabilidad de un alto responsables de la organización en el multibillonario fraude de petróleo por alimentos en Iraq, en el que varios funcionarios internacionales y sus familiares podrían haberse embolsado hasta 64.000 millones de dólares. Bolton causó una verdadera tormenta política, como señala ALBA en su último número, por sus poco diplomáticas declaraciones sobre la superstición multilateralista en general y sobre la ONU en particular, como: “si desaparecieran diez plantas del edificio de las Naciones Unidas nadie notaría la diferencia”.

Lejos de ser injuriosas, las declaraciones de Bolton pecan de tímidas. Sí se notaría: habría 64.000 millones de dólares menos en los bolsillos de una panda de indeseables, centenares de niños y niñas en la antigua Yugoslavia y en varias regiones de África estarían a salvo de las redes de prostitución infantil organizados por oficiales de los cascos azules en estas áreas y el mundo se vería libre de la vergüenza de comisiones de derechos humanos formadas por regímenes genocidas como Sudán y comisiones de desarme presididas en su día por el Iraq de Sadam Husein.

Y, sin embargo, éste es el organismo con el que se llenan la boca los progresistas de salón, el cuerpo que hace las guerras legales o ilegales a los ojos de ilustres próceres como nuestro insigne presidente Rodríguez.

Más de una vez me he referido en esta columna al hábito de manipular con la verdad, usando las palabras no en su significado real sino según se entienden normalmente. Yo, por poner un ejemplo que me resulta familiar, soy lo que suele llamarse un ‘creyente’, y sin embargo estoy convencido de que podría sorprender más a los lectores por lo que no creo que por lo que creo. La gente tiende a ignorar la vasta capacidad de escepticismo que permite –que favorece, incluso- la fe. Todo hombre, sostenía Chesterton, es dogmático, y la única diferencia estriba entre quienes reconocen sus dogmas como tales y quienes los suponen verdades evidentes.

miércoles, agosto 03, 2005

La estrategia del terror

Muchos saben que en la Primera Guerra Mundial, esa espantosa carnicería que mereció por unos años el nombre de Gran Guerra, murieron ocho millones de personas. Lo que saben muchos menos es que, sólo un año después, la llamada Gripe Española acabó con la vida de 25 millones: un inocente virus mató más en un año que las principales potencias mundiales decididas a masacrarse en seis. La muerte es siempre muerte, y no está más muerta un persona que ha volado por los aires en un atentado que quien pierde la vida en la carretera o en la cama. Sin embargo, la guerra y el terrorismo nos parecen casi siempre más trágicos que otras formas de muerte, a pesar de los números.

El hombre de hoy sabe sin duda más cosas del mundo que le rodea que el de otras épocas, pero tiene, en este aspecto, una desventaja de la que carecía el antiguo: la ilusión de conocimiento. El medieval no sabía nada o casi nada de la misteriosa Catay o de lo que había al otro lado del océano, pero sabía al menos que no sabía. Lo que sabemos del mundo lo sabemos, principalmente, por lo que nos llega de medios que aplican sus propios filtros sobre la información. No hablo de mentiras, ni siquiera de exageraciones, sino de énfasis. Algo tan sencillo como el espacio de prensa o televisión que se dedique a una información, el orden en que se sitúe, determina la importancia que los lectores o espectadores tendemos a darle.

Sé que puede sonar desalmado pero, para la sociedad en general, un atentado es una molestia, no una amenaza. Digo 'atentado' y no 'terrorismo' porque éste último es un deporte de equipo que necesita, para existir, de una prensa que lo anuncie y magnifique y unos políticos que emitan condenas y repulsas y, la inmensa mayoría de los casos, sobrerreaccionen. Pero si nos creemos toda la retórica de la 'guerra' contra el terror, habrá que concluir que el enemigo no tiene nada que hacer, causando en meses menos daño en vidas y material que un enemigo convencional en pocas horas; Londres, por citar un ejemplo de actualidad, sufría cada día más víctimas que el 7/7 bajo los bombardeos alemanes. El problema es que la de quienes empezamos a peinar canas es la primera generación de la historia que no ha vivido una guerra y no tiene modo de saber que las fuerzas terroristas, juzgadas como ejércitos convencionales, no tienen la menor posibilidad de lograr sus fines sin nuestra complicidad.