jueves, enero 27, 2005

La Cofradía del Santo Condón

Está en todas partes: en carteles, en anuncios de televisión y radio, en editoriales y noticias. Lo citan tipos de pinta indescriptible en contextos 'lúdicos' y señores muy serios y graves con batas blancas; políticos, actores, intelectuales, clérigos... Me refiero, claro, al omnipresente condón, la goma, el preservativo, el profiláctico.

Como cualquiera, tendría mucho que decir desde el punto de vista moral o práctico contra este fetiche de caucho. Pero sucede eso, que ya lo ha dicho... cualquiera.

Mi conflicto con el condón es más básico, más elemental. Lo odio por estética, por buen gusto. Y lo odiaría igual aunque no tuviera ningún reparo moral contral él.

Llámenme romántico, pero uno concibe la unión sexual como fruto de la pasión espontánea. Y la idea de interrumpir esa oleada íntima con un "perdona un momento, que esto va muy deprisa y me tengo que colocar la goma" me parece lo más antierótico del mundo. Corta bastante el rollo. No creo que tenga que añadir mucho más, y es evidente que este argumento no tiene absolutamente nada que ver con la moral.

El condón va camino de convertirse en el símbolo de la modernidad laica, de igual modo que la cruz es el símbolo cristiano o la rueda el símbolo budista. Y es oportuno y significativo que así sea, ya que:

- Es un símbolo de negatividad, de esterilidad, de lo que no es fructífero ni creativo. El condón no aporta nada, no ofrece nada; sólo niega. No es un "para que" sino un "para que no".

- Es artificial y, más aún, producto de cadena de montaje y producción en masa, lo contrario de la personalización y lo artesano. Pocos artículos simples -sin piezas- existen que requieran tal nivel de sofistificación industrial.

- Es informe. Propiamente hablando, no tiene forma propia, sino que adquiere la forma de aquello sobre lo que se ponga. De la palabra forma viene, etimológicamente, la plabra hermoso, y lo que no tiene forma es lo deforme.

- Es feo. En parte, esto es consecuencia del punto anterior, pero no del todo. El condón es feo en su presentación, dentro de la caja, y es feo cuando se acaba de hacer uso del mismo. Es un pingajo arrugado y colgante, retrato perfecto de la impotencia ontológica que delata.

- Es obsceno. Hace público lo que debería ser íntimo, reduce al hombre al grado de "portapolla", de mero sostén o estructura diseñada para joder.

- Es cobarde. Pone el énfasis en la seguridad, verdadero fetiche del pensamiento único; aborrece el riesgo, la aventura, lo imprevisto, la sorpresa.

- Es engañoso. Promete mucho más de lo que cumple. Ofrece un sueño imposible de placer sin sacrificio ni efectos secundarios, de irresponsabilidad sin consecuencias. Pero, como sucede con tales sueños, en última instancia sirve para que el sujeto se confíe y coseche al fin más dolor y más infelicidad.

- Se vende en farmacias. La farmacia es el nuevo templo de la felicidad moderna. Es un subproducto más de esta mentalidad que reduce la felicidad a la salud, y la salud a las 'muletas' médicas que tratan al sano como si fuera enfermo, lleno de complejos vitamínicos, estimulantes, somníferos, tranqulizantes, parches y demás parafernalia pseudomédica.

miércoles, enero 26, 2005

Las epístolas de José Bono

Sigmund Freud y sus teorías no han aguantado bien el paso del tiempo, y en el siglo XXI son mayoría los expertos que dan por superada su teoría totalitaria del subconsciente humano. Pero, como suele ser el caso, muchas de sus intuiciones se han revelado esenciales para describir la realidad. Uno de los conceptos freudianos más útiles, en este sentido, es el de "proyección", es decir, la tendencia a transferir a los demás los problemas propios, de leer en otros lo que llevamos dentro.

El caso más clamoroso de proyección que nos ha ofrecido la vida pública en la última semana ha sido la reacción de los políticos a las palabras dirigidas por Juan Pablo II a los obispos españoles. De hecho, quien haya leído las reacciones sin hacer lo mismo con el mensaje se extrañará al saber que empieza con las palabras "Queridos hermanos en el Episcopado" y no "Estimado Sr. Rodríguez Zapatero".

Que los políticos hayan saltado ante un discurso dirigido a los obispos -y, secundariamente, al pueblo católico- es significativo del moderno totalitarismo en el que el Estado, democrático o no, ha sustituido a Dios. El Papa habla a los obispos y responden los ministros. Más claro, agua.

Aunque su tono moralizante y sus continuas referencias a la fe puedan llevar a engaño, parece evidente que José Bono no es uno de esos "hermanos en el Episcopado" a quienes el Papa se dirige. Pero es que nuestro ministro de Defensa cumple en el Gobierno el papel implícito de "católico testimonial", el equivalente humano de esa excusa habitual de quienes, tras un comentario veladamente antisemita, se apresuran a precisar que "muchos de mis mejores amigos son judíos". Para enmendarle la plana al Santo Padre, ¿quién mejor que nuestro católico ministerial?

El problema es que Bono, como los demás que han reaccionado a los irreprochables reproches del Papa, responde a lo que el Pontífice no ha dicho, una actitud que ya se está convirtiendo en una irritante tradición en las relaciones entre el poder y la Iglesia.

Así, afirma Bono: "No se puede criticar permanentemente al gobierno por su laicismo". Vamos a olvidar por un momento lo, digamos, peliagudo de que un miembro del Ejecutivo inicie una frase con las palabras: "no se puede criticar"; suena a orden, y uno pensaría que, en una democracia, TODO se puede criticar permanentemente. Pero es que el Papa no cita una sola vez al Gobierno y sólo avanzado el texto hace una referencia al laicismo.

Pero donde el ministro pierde definitivamente el oremus y manifiesta el caso más flagrante de proyección que yo haya conocido es cuando se pregunta por qué la Iglesia está "permanentemente obnubilada por el sexo". Desafío a los lectores a que encuentren una sola referencia al sexo o al sexto mandamiento en toda el discurso de Juan Pablo II. No encontrará nada. Cero. La supuesta obsesión eclesial por el sexo es uno de los mitos más demostrablemente falsos de los muchos que se esgrimen contra los católicos. Es el mundo el que está obsesionado con el sexo y con la insistencia de la Iglesia en no tratar el estupendo misterio que nos hace cocreadores con Dios de la vida humana y nos hace hombres y mujeres como si fuera el juego del hoola-hop.

Retorno a Auschwitz (Contrapunto)

Nie wieder" -Nunca más- es el lema que preside todas las conmemoraciones de la barbarie nazi, y que esta semana se repite en el Sesenta Aniversario de la liberación de Auschwitz. Benditos sean todos estos recordatorios, benditas las series y películas de nazis y judíos, benditos los museos del Holocausto, benditos los reportajes y los libros, los informes y los testimonios de víctimas, de los hijos de las víctimas, de los representantes oficiales u oficiosos de las víctimas; bendito sea, en fin, todo lo que nos ayude a no olvidar a qué extremos puede llegar el poder cuando olvida a Dios, cuando se coloca en el lugar de Dios, juez en última instancia de toda moral, de toda verdad. Pero "nunca" y "siempre" son palabras demasiado grandes para la boca del hombre, cuya maldición histórica es el olvido. Ya admitimos el moderno estatalismo y la visión utilitarista del ser humano porque ahora no viste uniforme. Trujamán

miércoles, enero 19, 2005

Vamos a contar mentiras

Confieso que estoy desanimado. Cuando empecé a escribir estas cartas, uno de mis propósitos fundamentales era denunciar las mentiras públicas. Tanto me hubiera valido proponerme contar los granos de arena del Sahara. Es difícil aislar una mentira cuando lo público, lo oficial, parece basarse en la mentira más que en ninguna otra cosa. El niño que gritó que el rey estaba desnudo lo tenía relativamente fácil; ahora tendría que gritarlo en medio de una multitud en pelota picada y, claro, la cosa tiene menos gracia. Uno acaba aburriendo y se le queda cara de paranoico.
Pero de todas las mentiras, las que más me llaman la atención, por aparentemente inútiles, son las que todos dicen y, al mismo tiempo, todos saben que son mentiras. Uno entiende que Paco y Juan se pongan de acuerdo para engañar a Pepe, pero que Paco, Juan y Pepe se pongan de acuerdo para engañarse mutuamente es sencillamente demencial.

Y el caso abunda hasta tal punto que uno duda qué ejemplos elegir. Podríamos empezar con una frase que a los políticos les encanta repetir: "la Constitución que nos dimos todos los españoles en 1978". No tengo nada que decir contra la Constitución ni contra el modo en que fue aprobada, pero si un grupo de amigos va a un restaurante y les ofrecen comer lenguado a la plancha o esperar a que se haga otro plato sería un poco idiota que luego recordaran esa comida como "el plato que nos cocinamos todos".

Pero eso es menor, anecdótico. Estamos rodeados de instituciones que mienten ya desde el mismo nombre. El problema del matrimonio homosexual no es que esté mal o bien, que sea conveniente o nocivo; el problema es que es imposible, que el Gobierno tiene tanta facultad para instaurar el matrimonio homosexual como para decretar que los burros vuelan. Otro: planificación familiar. Si el nombre reflejara la cosa, sería perfectamente razonable que una persona se acercara a un centro de estos para planificar cómo tener cinco hijos tal como está el precio de la vivienda. Pero todo el mundo sabe que "planificación familiar" quiere decir cómo NO tener una familia. Y, si quiere decir eso, ¿por qué no lo dice?

¿Por qué se dice "control de la natalidad" cuando se quiere decir "supresión de la natalidad"? ¿Por qué a abortar se le llama "interrumpir el embarazo", como si luego pudiera retomarse el proceso?

“Eutanasia" es un ejemplo de mentira etimológica; significa "buena muerta", pero ¿qué tuvo de buena la media hora de agonía convulsa y babeante de ese símbolo de la "muerte digna", Ramón Sanpedro?

Esta misma semana, sin ir más lejos, hemos tenido nuestra nueva ración de mentiras. La ministra de Sanidad ha vuelto a repetir la mentira oficial sobre la prevención del sida: "no es realista" pedir a la gente que no sea infiel y promiscua. ¿De verdad? ¿Imaginan la que se armaría si alguien saliera en la tele diciendo que la campaña de tráfico de "si bebes no conduzcas" es poco realista? ¿Tan infantiles e irresponsables nos juzgan nuestros políticos como para no poder refrenar nuestros deseos de copular con todo lo que se mueve aunque el precio sea una enfermedad incurable y mortal? Pues eso: más mentira.

martes, enero 18, 2005

Una Iglesia razonable (cartas del diablo)

Apreciado Isacarón: Lo que realmente es la Iglesia, en toda su repulsiva e insoportable profundidad, lo sabemos nosotros y tres o cuatro mortales, poco más. Esos bípedos llaman "pensar" a reaccionar impulsivamente a las imágenes que suscitan las palabras en su patético cerebrito animal. Dicen, qué sé yo, "empresario", y según la palabra les sugiera un tipo orondo, autosatisfecho y con chistera o un dinámico emprendedor capaz de crear riqueza y empleo, tendrán una u otra ideología. Créeme; conocí íntimamente (ya me entiendes) a un tipo, un intelectual, prestigioso ateo, que desarrolló una elaborada teoría, y todo porque la palabra "dios" le sugería un señor mayor con barba, y él odiaba las barbas.

A lo que voy es que los mortales se quedan con la cáscara, y la cáscara podemos dejarla intacta. Los nuestros no deben presentarse como enemigos de la Iglesia, sino como preocupados defensores de una Iglesia "razonable", "al día", "adaptada a los tiempos". ¿Y quién puede oponerse a eso?

Tú y yo sabemos lo que es el tiempo, no ellos; ellos viven dentro, lo que ven ahora es su única vara de medir, son incapaces de imaginar hasta qué punto parecerá ridículo lo que consideran hoy fuera de toda discusión, cómo se juzgará aberrante lo que creen normal. No caen en lo absurdo que resulta medir lo eterno con la plantilla de lo efímero y mudable.

Dejémosles las palabras, los símbolos, la estructura. Y hagamos nuestra 'la cosa'. Los mortales creen que nos asustan los nombres. Pobres. ¿Qué se me da a mí predicar a Jesús a todas horas, mientras sea el Jesús desdentado y bajo en calorías que pasa ahora por fundador del Cristianismo, el Jesús coartada, el Jesús meramente tolerante, ecológico y solidario que diga amén a todos sus caprichos del momento?

Con la Iglesia, lo mismo. Deja el envoltorio, que puede servirnos. No queremos destruir la 'Iglesia', sólo hacerla más razonable. Es decir, nuestra.

El fascismo que viene

"Cuando vuelva el fascismo, lo hará bajo la bandera del antifascismo", dijo no recuerdo qué intelectual de posguerra. Nadie quiere abanderar causas fracasadas, y mucho menos tan estrepitosa y unánimemente derrotadas en una terrible guerra como los fascismos europeos. Por eso los movimientos neonazis y neofascistas de cruz gamada y brazo en alto son simples tigres de papel, gamberros sin ideología que disfrazan su afición por la violencia con insignias cuyo significado probablemente desconocen. Pero si el continente -los gestos, símbolos y retórica- ha acabado definitivamente en el cubo de basura de la historia, el contenido sigue más vivo que nunca. El Estado es más poderoso e intervencionista que nunca, la eugenesia nazi goza de excelente salud y el individuo y la familia siguen siendo los enemigos cuando no se subsumen en el grupo. Lo contrario de fascismo no es democracia, sino libertad.

lunes, enero 17, 2005

El Equipo G

Es un tópico que en el medio está la virtud, pero un tópico que, el día que se lleve a la práctica, supondrá una revolución tal como no la han visto los siglos. Y es que el hombre parece genéticamente incapaz de sustraerse a la ley del péndulo, a pasar de imponer una injusticia a remediarla, en lugar de lanzarse a la injusticia contraria.

Los ejemplos abundan. Siempre se ha dicho -en un ejemplo muy relevante en estos últimos meses- que el español siempre va detrás de un cura, o con un cirio o con un palo; supongo que la estrafalaria idea de dejar al cura en paz no se contempla. También se ha pasado en cosa de medio siglo de ver con malos ojos a la mujer que ‘abandonaba’ a sus hijos para trabajar fuera de casa a tachar de maruja descerebrada e improductiva a la que opta por ocuparse exclusivamente de su familia. No tenemos arreglo.

Pero quizá el caso más llamativo, por acelerado, de este cambio pendular se refiere a la homosexualidad. Un día se denigra y persigue a los homosexuales y al siguiente se convierten en los ídolos de la progresía, y si ayer eran invisibles e innombrables hoy les tenemos hasta en la sopa; “el amor que no se atreve a decir su nombre”, por usar palabras de un gay emblemático, Oscar Wilde, se ha convertido de la noche a la mañana en el ‘amor’ que no se calla ni debajo del agua.

La última ofensiva de esta campaña de glorificación rosa viene de Estados Unidos y aquí se llama El Equipo G, un nuevo programa de Antena 3. La idea consiste poner a un varón heterosexual en manos (figuradamente hablando) de cinco homosexuales para convertirlo en un perfecto hombre de mundo y complacer así a su mujer, novia o madre. El concepto es insultante, e incluso los colectivos gays han protestado por lo que consideran (¿adivinan?) “una presentación estereotipada de los homosexuales”. La abrumadora mayoría heterosexual, carente de colectivo que la ampare, no ha dicho esta boca es mía. Y es mejor así, porque la idea de que un hombre normal y corriente necesite la ayuda de un grupo de homosexuales en estas tareas es tan estúpida que para parodiarla basta con volver a enunciarla. La premisa implícita es que los homosexuales tienen que darnos lecciones en lo que, uno pensaría, es la tarea nuclear de la heterosexualidad; dicho de otra manera, que para ser un buen heterosexual hay que homosexualizarse un poco.

Pero hay en este programa un aspecto aún más triste: la idea de que la mejora humana es cuestión de cosmética, de mera apariencia. Para complacer a la mujer, parecen decir, basta con saber vestir, peinarse comme il faut, apreciar los buenos vinos, poner las cortinas a juego con el sofá y soltar esas pildoritas inanes de Reader’s Digest que ahora se confunden con la cultura. Hacer un Equipo C con cinco curas sería bastante esperpéntico, más conociendo ya, gracias a las sabias palabras de la vicepresidenta Fernández de la Vega, que los curas son enemigos de todo progreso. Además, podrían haber intentado inculcar al sujeto virtudes tan passées como la fidelidad, la honradez, la laboriosidad, la justicia, la fortaleza, la humildad, la caridad... Y, la verdad, donde esté un buen exfoliante facial, que se quiten todas las virtudes del mundo.

La abolición del matrimonio

Uno esperaba muchas cosas de María Teresa Fernández de la Vega, pero no un arranque sentimental en el peor estilo de las novelillas rosas de venta en quiosco. “Si no se pregunta a los contrayentes por qué se casan, tampoco se les debe preguntar por qué quieren divorciarse”. Barbara Cartland, muérete de envidia.

El comentario resulta divertidísimo viniendo de quien viene, y abre al jurista enormes posibilidades. Uno ya ve al magistrado de lo Laboral diciéndole al empleado despedido por las buenas: “Nadie les preguntó a ustedes por qué iniciaban su relación laboral, y ahora que su patrón ha decidido disolverla, no tengo derecho a preguntarle por qué”. Más serán los que hayan soñado con presentarse en su banco y aplicar la ‘cláusula De la Vega’ con el director de la oficina: “Créame que cuando suscribí con ustedes el crédito hipotecario, era el hombre más feliz del mundo; pero el tiempo pasa, nadie manda en su corazón y ha llegado el triste momento de buscar mi felicidad en otras partes. Considere cancelado el crédito y no pregunte más”.

En su presentación del ‘divorcio exprés’, como en la del llamado ‘matrimonio homosexual’, el Gobierno parte del mismo concepto sentimental del matrimonio que recuerda al chiste: “¿Tú eres partidario de que los curas se casen?”; “Hombre, si se quieren...”. Si sólo se trata de que dos personas se quieren y se van a vivir juntos, no sé qué pito toca el Gobierno en este asunto. Si el Estado ha tenido históricamente un interés en el matrimonio, es porque forma una familia, y la familia es la fragua del ser humano, la ‘fábrica’ de la que salen todos los ciudadanos. Todo lo demás -el amor romántico, los paseos a la luz de la luna, las Navidades con la familia política y los pelos en la ducha- serán más o menos importantes para los particulares, pero irrelevantes para la sociedad.

Negar a los particulares la posibilidad de vincularse con consecuencias reales es tratarlos como menores de edad, negarles su libertad de obligarse y, en definitiva, no tomarse en serio su palabra.

En la vida social hay dos modos, y sólo dos, de organizar las relaciones: por pacto libre o por imposición. No hay espacio intermedio, de modo que todo lo que no decide el poder lo deciden los agentes libres, los particulares, mediante acuerdos arbitrarios. Lógicamente, para que esos acuerdos tengan algún valor debe haber un medio de hacer obligatorio su cumplimiento. De modo que, para ampliar su ámbito de actuación, al poder le interesará prohibir los pactos libres o, lo que es lo mismo, vaciarlos de contenido.

Así, el Gobierno que quiera ampliar su influencia sobre los ciudadanos tendrá interés en aflojar todo lo posible los lazos naturales que los unen entre sí. Es fundamental distraer a la ciudadanía para que no descubra la trampa evidente, a saber, que se llama libertad a la posibilidad de deshacer los lazos que el hombre ha elegido libremente, pero no sacudirse las imposiciones cada vez más numerosas del Gobierno, que sólo estirando hasta el absurdo la representatividad de las urnas podrían considerarse voluntarias. El poder se presentará como abanderado de la libertad, aunque niegue a los ciudadanos la libertad de obligarse. Un hombre podrá cambiar de opinión sobre su cónyuge al día siguiente de la boda, pero tendrá que aguantar al Gobierno que salga de las urnas durante cuatro años; tendrá derecho a cambiar de mujer cada semana, pero nunca podrá ‘divorciarse’ de Hacienda.

Ángel y Marta

La premisa esencial de una democracia es que se puede confiar en que la gente sepa lo que más le conviene. O, dicho de otra manera, que el común tiene derecho a arreglar sus asuntos como crea conveniente mientras no perjudique ilícitamente a otros. Si no es así, si no se le supone a la gente corriente la capacidad y el derecho de tomar libremente las decisiones que afectan a sus vidas, entonces confiarles la elección de sus gobernantes sería tan irresponsable como darle una gillette a un mono.

No creo descubrir ningún secreto si digo que la clase política, con honrosas excepciones, no cree en la democracia. Para sus representantes, es un mero mecanismo de elección, más previsible que la lotería y menos sangriento y arriesgado que una batalla. En sus actuaciones concretas, no hay un solo gobierno -a nivel estatal, autonómico o municipal- que no trate a sus representados como menores de edad a quienes hay que salvar de sí mismos y sus estúpidas decisiones personales. Si el representante que he nombrado para cualquier negocio empieza a sermonearme, deberé concluir que no se toma su papel demasiado en serio.

Hasta aquí, nada nuevo ni demasiado grave. Lo verdaderamente grave es que la gente ya se ha acostumbrado a este omnipresente fascismo bajo en calorías y pasa sin comentario ante las intrusiones más escandalosas en su intimidad. Aquí un ministerio puede gastar alegremente una pasta en una campaña contra la ola de calor, en la que benévolamente se nos hace partícipes de arcanos de la ciencia tales como que a la sombra se está más fresquito sin que el despilfarro acabe en titulares.

La última muestra de paternalismo políticamente correcto es, en el Ayuntamiento de Madrid, unos carteles que pretenden darnos lecciones de igualdad de sexo. Los carteles muestran una plancha y unas tenazas, cada una de estos instrumentos acompañados por la pregunta "¿de Ángel o de Marta?". El más descerebrado deducirá el epílogo, en el que se nos adoctrina que las dos herramientas deben ser de Ángel y de Marta.

Se habla mucho de los males de la corrupción, pero personalmente preferiría que el responsable de estas campañas metiera todos esos fondos en su cuenta corriente; mi dinero lo tendrían igual, pero al menos no me sentiría insultado por este torpe e indignante intento de ingeniería social.
El político olvida que la familia es la madre del Estado, y no al revés. Si tuviera un ápice de sentido, la trataría con la reverencia que merece y recordaría las lecciones que aprendió en la suya propia en lugar de sermonearla desde el lugar más inadecuado -el de mero representante- sobre cómo debe organizarse.

Si mi vecino opinara sobre cómo debo organizar mi matrimonio, le mandaría a freír espárragos -como, imagino, la inmensa mayoría de los lectores-; y, sin embargo, mi vecino me conoce y me es mil veces más cercano que el funcionario que quiere distribuir las herramientas entre mi mujer y yo. No tengo el placer de conocer a Ángel y Marta, pero les deseo de todo corazón que establezcan un libérrimo y personalísimo acuerdo sobre el uso de la plancha y las tenazas. Que se decanten por la tradición, y Marta se quede con la plancha y Ángel con las tenazas; o por la revolución, y cambien las tornas; o por la racionalidad, y determinen el uso de una y otra herramienta según su capacidad e inclinación. Que opten, si lo desean, por el surrealismo y usen la plancha para hacer gambas a la plancha y las tenazas para comer espárragos. Pero que no permitan que un remoto e ideologizado funcionario, con dinero ajeno que gastar, les diga cómo deben vivir sus vidas.

El espíritu de los tiempos

En 1600, cuando vió que su castillo estaba a punto de ceder al asedio del general Mitsunari, Gracia Hosokawa decidió poner fin a su vida para salvar el honor, como corresponde a un miembro de una de las familias más nobles de Japón. Sabiendo que la Iglesia condena el suicidio, ordenó a un miembro de su séquito que le cortara la cabeza. Murió invocando a la Virgen María. Gracia era católica. Pero, evidentemente, no sólo católica.

Los católicos no somos una raza extraterrestre que ha descendido en paracaídas sobre el planeta. Somos paganos conversos, con los prejuicios de nuestra cultura y los estereotipos morales de la época en que vivimos, y nuestra conducta personal rara vez responde en exclusiva a los dictados de nuestra fe.

Todo lo anterior puede parecer una verdad de Perogrullo, pero la ignorancia -real o fingida- de este hecho evidente está detrás de muchos de los malentendidos que rodean a los llamados 'crímenes' históricos de la Iglesia.

Fenómenos como la Inquisición, las Cruzadas, la condena a Galileo o las persecuciones a los judíos -por los que el Papa actual ha pedido perdón públicamente en varias ocasiones- son sin duda graves si se considera el origen divino de la Iglesia. Pero ni los más acérrimos anticlericales pueden pretender que el cristianismo haya inventado la persecución ideológica, la guerra o los conflictos entre la ciencia y el poder. No es raro oír la opinión de que 'la religión' es la causa de todos los males que afligen a la humanidad. Basta reflexionar cinco minutos, conocer superficialmente la historia del siglo XX o un poco de sentido común para desechar semejante falacia.

Incluso cuando los católicos y la jerarquía eclesiástica actuaron mal, ese mal supuso, por lo general, una mejora con respecto a las actuaciones equivalentes del poder civil. Si la Iglesia persiguió a los herejes, estableció, al menos, garantías jurídicas y penas atenuadas a lo que los gobernantes han hecho desde el alba de los tiempos; si la Iglesia guerreó, también humanizó la guerra estipulando 'treguas de Dios' que prohibían luchar determinados días de la semana y normas que condenaban los daños sobre la población civil, obligaban a dar un buen trato a los prisioneros y regulaba el uso de la fuerza.

Quienes esgrimen una y otra vez las leyendas negras de la Iglesia contra los cristianos están, en realidad, rindiendo un homenaje indirecto a la verdad de la Revelación. En efecto, ¿qué habría de extraño en que una institución de origen humano tuviese vicios humanos?; ¿por qué habría de quedar exenta la Iglesia de la norma universal que ha llevado una y otra vez a los hombres a oprimir, matar y perseguir a otros hombres, a no ser que se tome en serio su pretensión de ser de origen divino?

De hecho, el reto del historiador no es explicar los pecados de la Iglesia, sino sus santos. Torquemada es perfectamente explicable con parámetros humanos; Francisco de Asís o Ignacio de Loyola, algo menos.

Lo curioso es que quienes más insisten en echarle en cara a los católicos los crímenes del pasado suelen ser, al mismo tiempo, los que más alto exigen a la Iglesia que se "modernice", que se adapte "a su tiempo" y ceda, en definitiva, al "espíritu de los tiempos". Pero la Inquisición, las Cruzadas y demás crímenes católicos se produjeron precisamente cuando la Iglesia cedió a la moral del mundo. A veces olvidamos que fenómenos como la esclavitud, la tortura o la persecución al extraño han sido fenómenos perfectamente aceptados durante milenios, antes de que el cristianismo dejara huella en nuestra cultura.Con frecuencia la familiaridad nos ciega ante lo evidente, y si somos capaces de distinguir lo católico de lo culturalmente japonés de la conducta de Gracia Hosukawa es sólo porque se trata de una cultura que nos es ajena.

La alianza de Zapatero

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, propuso recientemente en la Asamblea General de las Naciones Unidas, la creación de una alianza de civilizaciones para combatir el terrorismo internacional entre el Islam y Occidente.

No va a funcionar. No puede funcionar. La alianza entre un vago concepto geográfico y una fe bien definida, pese a sus muchas divisiones, es imposible.

Si Occidente es sólo una forma cómoda de englobar en una sola palabra los países de Norteamérica y Europa Occidental -con el incongruente añadido de un país de Extremo Oriente, Japón-, entonces toda alianza entre ese bloque y el Islam es tan imposible como sumar peras con manzanas. Son magnitudes completamente distintas. Otra cosa es que Zapatero se refiriera a Occidente como la civilización formada sobre la base de los valores cristianos. Pero no es probable en el secretario general de un partido que se ha opuesto a incluir en la Constitución Europea, una mención a las evidentísimas raíces cristianas del Viejo Continente, por no hablar de la cristofobia manifiesta en las últimas medidas aprobadas por su gobierno.

El Islam es una fe que ha conformado una cultura y que sus seguidores se toman muy en serio. No puede aliarse con Occidente por muchas razones. Para empezar, los musulmanes están ya en Occidente; en ese sentido, son Occidente. Se calcula que en dos décadas la musulmana será la religión con más fieles en la europeísima Holanda, y al resto de países de la Unión Europea le espera un destino similar si no se da un radical cambio de timón en las tendencias migratorias y demográficas. Además, el Islam divide el mundo en dos bandos irreconciliables: Dar al Islam y Dar al Harb, la Casa del Islam y la Casa de la Guerra, porque todo territorio no sometido al Islam será campo de batalla o, como mínimo, tierra de misión hasta que confiese que no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta. Por último, el Islam no es una iglesia; no tiene un Papa con el que firmar la 'alianza', ni un clero estructurado y común que la transmita a la base.

Da la impresión de que Zapatero cae, como tantos otros, en la trampa de las apariencias, de pensar que lo que hay es irreversible. Medido por sus logros tecnológicos, económicos y militares, Occidente resulta invencible.

Pero no es así como nos ven desde el otro lado. Desde fuera, pueblos pobres, jóvenes y animados por una fe militante ven una población decreciente y cada vez más vieja, debilitada por décadas de bienestar y limitada en sus ambiciones por un materialismo nihilista. Ven las vaciedades chocarreras de Crónicas Marcianas o Salsa Rosa, ven al político italiano Rocco Buttiglione vetado en la Comisión Europea por el delito de ser católico y ser coherente con su fe. Ven una civilización, en suma, que ha dejado de creer en sí misma hasta el punto de renegar de sus raíces.
Al final, en una confrontación de civilizaciones gana el bando que tiene algo por lo que morir. Y nadie está dispuesto a morir por una PlayStation o un televisor de plasma.

La tecnología puede adquirirse, los bienes materiales pueden comprarse o conquistarse. Pero una civilización que no cree en sí misma es un moribundo, aunque sea, como en el caso que nos ocupa, un gigante moribundo. El poderío occidental puede acabar siendo como los guerreros de terracota de Qin Shi Huang, impresionante en su número y apariencia pero inútil a la hora de actuar. El Islam no es el enemigo. Antes de emprender una ilusoria alianza o, peor, una ofensiva militar a la americana, Occidente tendrá que decidir qué defiende y en qué cree. Y eso exige un ‘choque’ previo entre la Cultura de la Vida y la Cultura de la Muerte.

La asignatura de religión laica

No, si yo les entiendo. A los laicistas, digo. Les mueve un fervor religioso, y no pararán hasta que sus dogmas sean los dogmas del Estado.

Sé que los partidarios del Estado laico no se reconocerán en la frase anterior, que pretenden representar una postura ‘blanca’, imparcial ante las distintas visiones del mundo de la ciudadanía. Por supuesto, eso es imposible.

Laicismo y Catolicismo son dos religiones o, si se prefiere, dos visiones integrales del mundo y de la vida. La diferencia es que el Catolicismo es lógico, coherente y consciente, mientras que el laicismo no es ninguna de las tres cosas. Del Hecho cristiano se desprenden lógicamente unos principios -que son, por cierto, los que han construido la civilización occidental-, y los laicistas se quedan con algunos de estos principios mientras niegan el Hecho que los justifica. Ambos son dogmáticos, pero los segundos lo son inconscientemente, Y éstos, en palabras de G.K. Chesterton, son con mucho los más dogmáticos.

Me explicaré con un ejemplo. No es un secreto que el nuevo plan educativo del Gobierno se ha propuesto marginar en lo posible la asignatura de Religión (‘religión confesional’, la llaman, como si hubiera religiones aconfesionales), haciéndola no evaluable y alternativa al estudio o al tiempo libre. Al mismo tiempo, propone una nueva asignatura, ésta sí obligatoria, denominada Educación para la Ciudadanía. ¿Y qué temas se van a impartir en esta nueva materia? Según el diario El País -fuente, sin duda, autorizada-, “temas como los derechos y libertades en democracia, la superación de conflictos, la igualdad entre hombres y mujeres, la prevención de la violencia de género y la aceptación de los inmigrantes”.

Si uno logra hacer abstracción de la empalagosa palabrería políticamente correcta (¿violencia de género?), podrá advertir que ninguno de estos principios es evidente por sí mismo. A los españoles del siglo XXI nos parecen evidentes porque el cristianismo ha sido el caldo de cultivo intelectual de Occidente durante casi dos mil años. Pero en realidad todos ellos son incomprensibles fuera del sustrato cristiano. La misma idea base, el individuo como portador de derechos inalienables, sólo es razonable partiendo de un concepto del hombre desconocido fuera del mundo cristiano y de la historia anterior a Cristo.

El laicismo es un fenómeno exclusivamente cristiano. En cierto sentido podría decirse que es una herejía más ya que, como todas las herejías, escoge los dogmas que quiere y los separa de los demás. Si alguna otra civilización -digamos, la islámica- desarrollara un laicismo propio, tendría por evidente principios que, desde fuera, podríamos reconocer fácilmente como hijos de su religión. El drama del laicismo es que, atacando la religión, están serrando la rama que les sostiene. Y no lo saben.
Carlos Esteban

Wishful thinking

-“Cuando yo uso una palabra -dijo Humpty Dumpty- esa palabra significa exactamente lo que quiero que signifique ...ni más ni menos.
-“La cuestión es -dijo Alicia- si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas tan distintas.
-“La cuestión -replicó Humpty Dumpty- es saber quién manda. Eso es todo.”

(Alicia a través del espejo)

Es una pena que la expresión inglesa ‘wishful thinking’ no tenga una traducción satisfactoria en castellano, porque es la base intelectual de nuestro tiempo. ‘Wishful thinking’ es creer que las cosas son como deseamos que sean.

El clásico trataba de descubrir cómo son las cosas y adecuar a ellas su pensamiento y -más importante- su comportamiento. Ahora hemos dado la vuelta a ese esquema: actuamos como ‘nos sale’ y de ahí deducimos lo que debe ser.

Los ejemplos son infinitos. Digamos que estoy embarazada y no me viene bien, quiero deshacerme de ese embarazo. Matar a un ser humano que, además, es mi hijo es inexcusable, así que decreto que ‘aquello’ no es un ser humano sino un mero ‘material intrauterino’. ¿Ven qué fácil? O me encuentro con una chica más guapa y más joven que mi mujer, lo que me lleva a concluir que el divorcio es óptimo y que los hijos preferirán ver contento a su padre que seguir viviendo con unos progenitores cuando “el amor se ha terminado”. O descubro las bondades de la ‘muerte con dignidad’ cuando mi padre empieza a babear y se lo hace todo encima y ocupa una habitación en casa que me vendría estupendamente como despacho.

El problema es que la verdad tiene la funesta manía de levantar la cabeza cuando menos lo esperamos y tirarnos por tierra el chiringuito que han levantado nuestros instintos. Y la verdad es tan poco considerada con nuestros sentimientos, tan metepatas.

Puede convenir a nuestra contabilidad personal que dos más dos sean cinco, pero si aplicamos esa fórmula no debe extrañarnos luego que las cuentas no salgan.

El gobierno adolescente que tenemos, este gabinete de aprendices de brujo, son el máximo exponente de este ‘pensamiento desiderativo’. Como el Dios del Génesis, esperan que las cosas sean con sólo declararlas: “Hágase el matrimonio homosexual”, y el matrimonio homosexual se hizo. O se presenta el presidente ante los trabajadores de Izar y dice, con una sonrisa de oreja a oreja, que él va a solucionar la crisis de los astilleros. Así, sin planes, sin estudios, sin contratos ni presupuesto. Una sonrisa por toda garantía. Y el que venga detrás, que arree.

Y es que, para el Gobierno, la realidad es una consideración secundaria; lo importante, ya saben, es quién manda aquí.
Carlos Esteban (ALBA 17-C)

Las guerras de religión

Tras el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, del que esta semana se ha cumplido el tercer aniversario, el pensamiento único laicista parecía haber encontrado el enemigo ideal en el fundamentalismo islámico: antifeminista hasta el burka y el crimen por honor, homófobo hasta la lapidación, religioso hasta la teocracia, nostálgico de siglos pasados, intolerante hasta la fatwah, enemigo jurado de la democracia; en suma, una caricatura extrema de todo aquello que siempre han achacado a la Iglesia Católica.

Si se hubiera encargado a un autor de sociología-ficción la tarea de diseñar un Enemigo 10 para la modernidad, difícilmente podría haberle salido mejor.

Por eso resulta especialmente desconcertante -y, reconozcámoslo, sospechoso- el atronador silencio de la élite cultural frente a la labor de zapa de los mulás. Feminismo, democracia y respeto a la libre opción sexual han protagonizado una humillante rendición ante el último dogma de nuestro tiempo, el multiculturalismo. Hijo de padre desconocido, el multiculturalismo sostiene en teoría que todas las culturas son iguales; en la práctica, que cualquier cultura es superior a la occidental cristiana. Así, las feministas podrán clamar alto y claro contra el supuesto ‘techo de cristal’ que en el patriarcal Occidente le impide ocupar en número idéntico a los varones los puestos de máxima responsabilidad, mientras, su solidaridad con las musulmanas sometidas a malos tratos sancionados por la cultura, ablación del clítoris o imposición del hijab es mucho menos sonora. Y si Pedro Zerolo, concejal socialista y activista del movimiento gay, organiza a bombo y platillo campañas de apostasía ante la Archidiócesis de Madrid por la oposición de la Iglesia al ‘matrimonio homosexual’, es poco probable que protagonice una movida similar ante la mezquita de la M-30 por la creencia islámica de que el sodomita merece la muerte.

El enemigo de la modernidad es el cristianismo, y ni un ejército de muyahidines suicidas va a desviar a nuestras élites culturales de la transcendental misión de darle palos a la Iglesia. Por eso no han tardado en encontrar la postura ‘correcta’ ante el panorama internacional abierto tras el 11-S: la culpa de todo la tiene Dios. O la creencia en Dios. “Las religiones, todas ellas, sin excepción -escribía el Nobel José Saramago en el primer aniversario de la tragedia-, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana”. Eso lo podía haber dicho cualquier enciclopedista francés y quizá colara; pero culpar a las religiones de ser el origen de todas las catástrofes cuando hemos cerrado el siglo más pródigo en sangre y en matanzas de la historia, protagonizadas todas ellas por regímenes abiertamente anticristianos, suena a ironía macabra. La propia ideología que abandera Saramago, el comunismo, ha recorrido medio mundo como los cuatro caballos del Apocalipsis, dejando a su paso una legión de muertes en Rusia, Ucrania, Cuba, Corea, Vietnam, Camboya, Etiopía y otros países, a cuyo lado todas las víctimas de siglos de Inquisición y Cruzadas resultan estadísticamente insignificantes.

Si Dios no existe, aseguraba Dostoyevski por boca de Ivan Karamazov, todo está permitido. Si todo lo que pueden oponer a los teócratas de Al Qaida nuestros intelectuales es su nihilismo laicista, que Dios nos pille confesados.
Carlos Esteban (ALBA 16-C)

El “remake”

Todos hemos visto mil veces la película, pero da igual: el guión sigue funcionando.
No hablo de Mar adentro; me refiero al guión del que la última película de Alejandro Amenábar es sólo una escena, un previsible climax inicial.

La cosa es como sigue: en la escena inicial vemos al gobierno estudiando una medida absolutamente peregrina, algo que durante casi toda la historia, en casi todas partes, se haya considerado indiscutiblemente negativo, perverso, incluso. Algo, en suma, nada ‘carca’, progresista, moderno y, ¿cómo era? ah, sí: laico, muy laico. La demanda social es muy reducida o nula, así que los promotores de la medida se preparan para calentar el ambiente.

Esto es una democracia, así que nuestros gobernantes abren un debate, inician un intercambio de ideas... Es broma, claro. A nuestros guionistas las ideas les producen urticaria. Las ideas son peligrosas; la gente empieza a pensar y existe el riesgo de que se envicie. Además, las ideas no son nada visuales, nada cinematográficas. Así que los guionistas buscan -o fabrican- un caso extremo, una historia ‘humana’, muy humana. Por supueso, el caso en cuestión debe pasar por maquillaje antes de salir a escena, de modo que lo que es una rareza estadística parezca una historia de cada día y lo que es anormal pase en pantalla por normal.

Dice un refrán jurídico que los casos difíciles hacen malas leyes, pero prácticamente toda la última hornada de leyes “progresistas, modernas, laicas y nada, nada carcas” se basado en un puñado de casos que, más que difíciles, son verdaderas curiosidades estadísticas, manipulados a placer.

Pero sigamos con la película. Un grupo de extras recoge el caso y, como si fuera cosa suya, empieza a hacer ruido. Los medios de comunicación afines se hacen eco de estas protestas, inicialmente marginales, amplifican su voz, les ofrecen gratis et amore nuevos argumentos. Es el momento que aprovecha el poder para “abrir el diálogo”. Pero el público está todavía demasiado ‘verde’ para aceptar algo que siglos de civilización le han enseñado a ver como aberrante, así que los gobernantes fingen cierta benévola reticencia. Muy dialogante, eso sí.

Es entonces cuando se introduce el primer clímax del guión: la película. A veces (pocas) es un libro o un docudrama televisivo, pero no hay nada como el cine -el buen cine- para obviar todos los argumentos racionales del mundo con una buena historia. A partir de ahí, todo viene rodado. La película es recibida por los medios como lo que es, un misil ideológico, no como una obra cinematográfica más que debe juzgarse por sus méritos artísticos. El presidente del Gobierno va al estreno, la película se convierte en noticia de primera página, los críticos convierten sus espacios en fervorosas columnas de opinión, las imágenes sustituyen a los argumentos en la mentalidad colectiva y lo que ayer parecía impensable hoy se convierte en imprescindible. En las últimas escenas, la medida ha sido aprobada, aplicándose a casos más y más alejados del utilizado en la propaganda, y sólo queda un ‘malo’ en la película que sigue oponiéndose: lglesia Católica. La oposición, al fin, se convierte en unas ‘creencias’ que nadie tiene derecho a ‘imponer’ a los demás en una sociedad laica. Poco importa que no haya nada de específicamente católico en la oposición al aborto, a los ‘matrimonios’ de homosexuales, a la eutanasia; ya apenas queda quien recuerde que, sólo unos años atrás, toda la sociedad consideraba perverso lo que ahora se vende como normal. Ahora ya es una de esas suspersticiosas obsesiones de los católicos.
Carlos Esteban (ALBA 15/C)

miércoles, enero 12, 2005

Tsunami

La ola gigante del Índico se ha abalanzado sobre las costas de Indonesia, Malasia, Sri Lanka, India y Tailandia causando miles de muertos y una cobertura constante y obsesiva en radio, televisión y prensa escrita, amenazando con anegar cimas informativas como el Plan Ibarretxe o el derbi madrileño. Se hace difícil, en fin, hablar de cualquier otra cosa, pero debo reconocer que el asunto, en lugar de sugerirme un argumento coherente con su planteamiento, su desarrollo y su conclusión, sólo me inspira una serie de reflexiones inconexas. Ahí van.

- No falla. Cada vez que a la naturaleza se le va la mano con uno de estos desastres periódicos con miles de víctimas, no falta el retórico dónde-está-dios-cuando-suceden-cosas-así, ya convertido casi en un subgénero de la cobertura de catástrofes. Y no lo entiendo. La existencia del dolor, del mal, es el núcleo de la Teodicea, y no es cuestión de tratarlo aquí. Pero Dios es infinito, con lo que si el mal Le niega, cualquier mal Le niega; si el tsunami es una demostración de la inexistencia de Dios, un dolor de muelas también lo es. La diferencia es de grado, no de naturaleza.

- Casi un año justo antes del tsunami se produjeron dos grandes terremotos, el primero en California, con una intensidad de 6,5 en la escala de Richter, y el segundo en Irán, con una intensidad de 6,2. En California murieron dos personas; en Irán, más de 40.000, lo que sugiere que quizá aquello de "siempre las peores plagas caen sobre los más pobres" no es exacto; más bien, ser pobre es -a estos efectos- la peor plaga.

- La respuesta de los particulares en Occidente y, muy especialmente, en España ha sido abrumadora. Se han batido récords de generosidad en ofertas de dinero, de material, de voluntarios. Sería mezquino por mi parte ponerle un ‘pero’ a tanta generosidad. Pero es que soy bastante mezquino. No puedo evitar sentir cierto vértigo ante la facilidad con que los medios de comunicación deciden nuestras acciones, incluidos nuestros impulsos caritativos. ¿Es creíble que lo que está sufriendo un ceilandés víctima del tsunami no tenga un paralelismo en un caso mucho más cercano y más fácil de solucionar? Bravo por la generosidad privada ante el desastre, pero ¿hace falta algo tan aparatoso como un tsunami y una cobertura informativa constante?

- Los ecologistas hablan a veces como si la naturaleza fuera una especie de damisela en apuros, una princesita a merced del malvado y poderoso dragón humano. Luego, de repente, la naturaleza se despereza un poquito, nada exagerado o dramático para su historial, y nos recuerda que el cuadro no es exactamente como nos lo pintan.

- El triunfo de lo políticamente correcto sobre el bien. Uno de los primeros, más numerosos y más encomiables impulsos de ayuda por parte de los particulares de Occidente ha sido la disposición de tantos de adoptar huérfanos del tsunami, niños que han perdido no sólo a sus padres, sino también su casa y su modo de vida. Pero, ¡oh, sorpresa! UNICEF se opone. La ‘razón’ es que el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia no quiere alejar a los niños de su entorno, ni siquiera, parece ser, cuando su ‘entorno’ es una desolación de tablas rotas, epidemias y desperdicios.

lunes, enero 10, 2005

Miedo a la libertad

Hace un par de años, un ingeniero holandés, Hans Monderman, tuvo una idea luminosa: eliminar todas las señales de tráfico de las carreteras para hacerlas más seguras. El plan se probó en una ciudad danesa, Christianfeld, donde la siniestralidad de sus intersecciones más peligrosas se redujo a cero al eliminar toda señalización. La razón es antiintuitiva, pero evidente: tantas instrucciones dan una falsa seguridad al individuo que, al no tenerlas, usa su sentido común.

Noto una creciente -y preocupante- tendencia a acabar con todos los males a golpe de decreto, a esperar de la autoridad -del Estado, más que nada- la solución a todos los problemas, la idea de que el camino hacia la felicidad universal debe publicarse antes en el BOE. Los nacionalistas, por poner un ejemplo de actualidad, cifran el colmo de la felicidad humana en proporcionar a sus paisanos un nuevo modelo de DNI y una nueva bandera, y están dispuestos a pasar sobre lo que sea, o casi, para salirse con la suya.

Lo aterrador es que ni siquiera se discute, está fuera del debate público. Ante cualquier nuevo problema se debatirá cuál es la regulación, norma o ley más conveniente, pero nadie sugerirá que quizá regular no sea la mejor solución y que, en muchos casos, puede ser la causa del problema.

Pero el efecto más pernicioso y a largo plazo de este regular hasta morir no es económico ni social, sino moral. Lo peor de esta inflación legislativa, con ser grave, no es que sea ineficaz y económicamente ruinoso o que aumente las ocasiones de corrupción; lo peor es el efecto destructor sobre el espíritu humano. En primer lugar, tiende a destruir el concepto de responsabilidad personal. Si mis hijos están mal educados, la culpa es del Estado, que no proporciona una educación adecuada (y mucho más prolongada, ya que estamos), que no toma medidas para que no beban y se droguen, que deja que las televisiones emitan programas basura. Si no consigo el dinero que deseo nunca es culpa mía: es que la riqueza está mal repartida y, de alguna manera misteriosa, el que tiene es porque me lo ha robado a mí. La ley omnipresente nos infantiliza; hemos subcontratado en el Poder nuestra responsabilidad personal y, lo que es igual malo, nuestra capacidad de juicio común. Si un par de tipos se presenta ante un nutrido grupo de amigos y les intentan secuestrar armados con sendos cutters, les iban a caer bofetadas hasta en el cielo de la boca. Pero 5.000 personas murieron en las Torres Gemelas de Nueva York -provocando, de paso, dos guerras- porque las regulaciones prescribían que en, en caso de secuestro aéreo, siempre había que seguir las instrucciones del secuestrador, aun en contra del más elemental sentido común.

Otro efecto demoledor es la confusión de lo público y lo estatal, del Estado y la sociedad y, sobre todo, pretender que la ley puede, por sí sola, hacernos felices. Propongo al lector un sencillo ejercicio: piense en las cosas que de verdad le preocupan, las que le quitan el sueño, y luego en las que le alegran la vida, las que hacen que valga la pena vivir. Nueve de cada diez -y me quedo corto- no tienen absolutamente nada que ver con la política, y la ley no puede hacer ni mucho ni poco para cambiarlas sustancialmente. (04/01/2005 )

De la blasfemia como género artístico

Pensaba dedicar esta última carta del 2004 a comentar qué ha dado de sí el año, que es lo propio en estas fechas. Pero 365 días dan mucho de sí, y el comentario disperso no es lo mío. Así que he optado por hablar de uno de los géneros de moda en el mundo de la comunicación, y que no es mal símbolo de lo que hemos vivido últimamente. Me refiero a la blasfemia.

El cristianismo se lo ha puesto difícil a los blasfemos con cierto gusto. Blasfemar contra el Yahwé judío, blasfemar contra Alá o insultar a su profeta, siendo estúpido y perverso, tienen cierto matiz artístico. Enfrentarse a lo Invencible, a lo Omnipotente, a lo Infinitamente Afortunado e Intocable, no deja de tener un mérito aberrante.

De entrada, en el primer caso el blasfemo público tiene una fatwah asegurada a vuelta de correo, y en el segundo, el sambenito perpetuo de antisemita, que es el leproso ideológico de la época.
En cambio, hay algo particularmente insulso y patético en la blasfemia contra Cristo. El Cristianismo, para empezar, se basa en una blasfemia, en la blasfemia suprema. El blasfemo cristiano se enfrenta a una dificultad insuperable: no tiene delante un Júpiter tonante, sino un crucificado desnudo y humillado, lleno hasta arriba de golpes y salivazos; blasfemar de Él es llover sobre mojado. Incluso el signo que nos distingue, la cruz, podría ser considerado una blasfemia en otras religiones, tan paradójica como si los monárquicos franceses llevasen colgada del cuello una pequeña réplica de la guillotina con que decapitaron a Luis XVI.

Hay que entenderles. "Audaz" y "transgresor" son los calificativos que consagran definitivamente al intelectual moderno (calificar una obra de "inspiradora" o, peor, "bella" puede arruinar la carrera de un artista), pero tiene que ser una transgresión de mentirijillas, una audacia de pega, un dar a moro muerto gran lanzada. Siendo la multiculturalidad el único dogma ante el cual toda rodilla se dobla en el mundo moderno, hay que andarse con mucho ojo para no ofender a ningún colectivo de perpetuos ofendidos. Estos transgresores de pacotilla no osarían vulnerar las verdaderas reglas de juego; ni en sueños se les ocurriría, no sé, tratar con leve ironía la homosexualidad o hacer bromas con el papel de la mujer, que estos colectivos tienen la piel muy fina y un palo muy largo. Nada tan patéticamente servil como estos supuestos transgresores.

¿Qué les queda? ¡La Iglesia, naturalmente! Meterse con la Iglesia -el muñeco de pim-pam-pum favorito de la modernidad- es el modo más barato, seguro y rápido para acceder al Olimpo de la intelectualidad. Todo son ventajas. Uno puede ponerse las medallas del héroe sin riesgo alguno. Ofender a los católicos es como pescar en un barril.

Si yo mentase injuriosamente a los parientes cercanos de Jesús Polanco, podría denunciarme y haría muy bien. Pero en sus medios se insulta impunemente a los católicos y aquí no ha pasado nada.

Pero no tiene que ser así, no debe ser así. Los católicos no puede seguir asistiendo al linchamiento de su fe como si no fuera con ellos.

Puede ser muy evangélico poner la otra mejilla cuando te abofetean, siempre que sea la mejilla propia; cuando es la de nuestra madre no es más que cobardía.

La opresión eclesial de la mujer (de 'El Manipulómetro')

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el diario El País se marca en sus páginas de Sociedad una de esas entrevistas que le permiten poner a la Iglesia de vuelta y media sin tomarse la molestia de buscar una noticia que la justifique. Resulta que pasa por Madrid una tal Sylvia Marcos, que presentan con el intrigante título de "experta en religión y género" (nada que ver con la gramática, me temo), y a propósito de tan magno y noticioso evento el diario independiente de la mañana dedica un tercio de página a entrevistarla. Y por si el lector despistado pasa por alto el texto, el titular deja clara la intención del entrevistador y de la entrevistada: En la religión católica la mujer fuerte y que se siente libre es 'mala'. Como, sin duda debido a la falta de espacio, la Dr. Marcos no da razones de tan radical afirmación, habrá que aceptarlo como dogma de fe. No es fácil elegir entre las perlas que desgrana Marcos, pero ésta puede servir para abrir boca: "En la teología cristiana y en especial la católica, subyace una animadversión hacia la mujer". Visto que a Marcos no parece convencerle el especialísimo lugar de honor que la Iglesia otorga a la Virgen María como Reina de todo lo creado, quizá convendría que pusiese ejemplos convincentes de mujeres fuertes, libres y no discriminadas en el contexto en que nació el Cristianismo o, incluso, en cualquier lugar del mundo no influido por el Occidente cristiano. Tal vez podría mencionar el exacerbado feminismo de las sociedades islámicas, o la discriminación positiva de la satí, costumbre hindú por la que la viuda debe inmolarse en la pira funeraria de su marido muerto, o puede llamar la atención sobre el interminable número de mujeres samurai.

Un inicio muy poco prometedor (de la sección Contrapunto)

Cualquiera que haya participado en el lanzamiento de una nueva empresa sabe que es un proceso laborioso en el que nada se deja al azar. Se elabora un detallado plan de negocio en el que se tiene en cuenta la demanda potencial, los recursos humanos y de capital, los costes necesarios y los ingresos previstos; se hacen estudios de mercado, se consulta a especialistas, se agotan las hojas de cálculo sobre cualquier variable y las presentaciones con profusión de colores, gráficos e ilustraciones. Y, por fin, el lanzamiento, siempre a lo grande. Lo mismo puede decirse de las campañas políticas o militares. Por eso conmueve el Belén: el hijo de unos súbditos anónimos en un rincón del Imperio Romano nace donde abrevan los animales, pasando desapercibido para todo el mundo. Pero las empresas de más éxito tienen los días contados, los regímenes y las ideologías pasan y las conquistas se olvidan, mientras que Cristo ya ha vencido. (21/12/2004)

Feliz Navidad (con perdón)

Quizá me haya fijado poco, pero no recuerdo haber visto familias montando juntas e ilusionadas una maqueta de las Cortes, con sus figuritas en plástico o arcilla de los padres constitucionales, cuando se acerca el Día de la Constitución. Tampoco ha cuajado en el vulgo la costumbre de colgar vestiditos de diseño de las mejores firmas en un árbol durante la Semana de la Moda de tal o cual firma de grandes almacenes, y hay que admitir que apenas ha echado raíces en nuestro pueblo la tradición de poner los zapatos en el salón en vísperas del Día de las Fuerzas Armadas para que el ministro de Defensa los llene de regalos.

Se ha convertido en un tópico la idea de que las Navidades son un invento de los grandes almacenes. No es frecuente leerlo así, con todas las letras, porque el absurdo se hace demasiado evidente, pero el concepto de una especie de conspiración capitalista para crear una fiesta del gran consumo con un pretexto más o menos adecuado está muy extendido.

Quienes difunden este mito no tienen razón, claro, pero sí razones: aproximadamente la mitad de la facturación anual de los minoristas de bienes de consumo corresponde a estas fechas. La llamada al consumo masivo, ardiente como una llamada a las armas, nos acecha machacona desde todas las televisiones, publicaciones, cadenas de radio y vayas publicitarias.

Pero las fiestas populares no se 'inventan'. Al pueblo se le pueden imponer -se le imponen- un régimen político, ideologías, impuestos (que por algo se llaman así), preferencias de consumo, o canciones de verano. Pero intentar imponer por decreto -o por campaña de márketing- un motivo de celebración es como tratar de decidir por otro de quién tiene que enamorarse. Si no fuera así, ¿por qué no trasladar la Navidad a primavera, cuando hace mejor tiempo y se puede callejear de compras?

Sólo la religión ha dado fiestas populares a los hombres. Los pueblos se ponen de acuerdo para llorar juntos la muerte de un profeta, no de un político; para regozijarse e intercambiarse parabienes por el nacimiento de un dios, no de una nueva línea de producto.

Hay un intento de 'laicizar' la Navidad, es cierto. Pero todas las tarjetas presuntamente navideñas con paisajes nevados o motivos abstractos, todas las iluminaciones callejeras 'de arte y ensayo', todas las asépticas felicitaciones "de las fiestas" y todos los papanoeles aconfesionales del mundo no pueden ocultar lo que se celebra el sábado: nos ha nacido un Salvador.

Desde esta página no pretendo animar a los lectores de ALBA a que cenen un humilde plato de garbanzos en Noche Buena o a que regalen juguetes hechos en casa para Reyes. Aunque en muchos casos se haya salido de madre hasta el punto de eclipsar lo importante de la fiesta, el consumo extra de estas fechas tiene su origen en una intuición universal como la Navidad: la idea de celebrar las buenas noticias con un banquete y tirando la casa por la ventana.
Basta con que se recuerde el motivo de la alegría por debajo y por encima de todos sus signos externos, que gastemos y celebremos porque estamos alegres, y no al revés. Feliz Navidad. (20/12/2004)

Juegos del palabras (de las Cartas del Diablo)

Apreciado Isacarón:

Hace tiempo que en los Consejos Inferiores iniciamos algo que los mortales, con su incurable frivolidad, llamarían "juego". Consiste en proponer ideas a cuál más estúpida e inconsistente para imbuir en los humanos, en busca de su límite, del momento en que no les quedara otro remedio que decirse: "¡Pero esto es absurdo!". El juego ha perdido toda su emoción: no hay límite.

Mira, por ejemplo, una de las palabras fetiche de los últimos siglos: "Progreso". Es una palabra perfecta para nosotros, porque no significa absolutamente nada y, sin embargo, suena a gloria en los oídos de los hombres. ‘Progresar’ es avanzar, e igual puede avanzarse hacia la Jerusalén de Oro como hacia un abismo. En los discursos de los líderes, citar un ‘retroceso’ es mentar la bicha, una descalificación sin paliativos. Pero el más imbécil de ellos retrocederá si se encuentra en la carretera con un puente roto o una inundación en la calzada.

Mira cómo hemos conseguido que se eviten los términos de significado absoluto, claro, y agoten los relativos, los que pueden significar cualquier cosa que desee el hablante. Lo fundamental es que seamos nosotros quienes definamos la meta; de esta manera, nuestros enemigos tendrán que optar entre alinearse con la ‘involución’ o, aún más patético, hablar de un "verdadero progreso", que es una forma como otra cualquiera de entrar en nuestra trampa.

Cuando ese escritorzuelo presuntuoso, Charles Peguy, dijo aquello de que "nunca se sabrá hasta qué extremos de cobardía están muchos dispuestos a llegar por no parecer insuficientemente progresistas" descubrió nuestro juego. Afortunadamente, nadie cita y pocos leen a un autor marcado como católico; no es suficientemente progresista.

Por un Estado laico

Una abrumadora mayoría de padres españoles elige –cuando le dejan- una educación religiosa para sus hijos. Esta misma semana, como informa ALBA en el presente número, la Confederación Católica de Padres de Alumnos (Concapa) ha entregado al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, 1.112.484 firmas solicitando que se mantenga la religión en paridad con el resto de las asignaturas. La ministra de Educación, María Jesús Sansegundo, ha equiparado este millón largo de firmas a "algunos comentarios aparecidos en prensa".

El Instituto Nacional de Estadística, fuente oficial de información demoscópica dependiente del Ministerio de Economía y Hacienda, cifra en un 0,1 por ciento la población homosexual en España. Sin embargo, para amoldarse a las reivindicaciones que dicen representar a todo este colectivo, el Gobierno está más que dispuesta a eliminar el concepto de matrimonio que h acompañado a la Humanidad desde su origen, en un experimento social sin precedentes y con consecuencias imprevisibles. ¿Soy el único que ve aquí cierta disonancia antidemocrática, una clara intención de imponer a la sociedad un nuevo concepto del hombre y el mundo?

Siendo humano, el lenguaje no puede dejar de ser imperfecto y equívoco. Y la mitad de los malentendidos en el actual debate sobre el laicismo no son más que confusiones y juegos de palabras.

Diríase que el debate se plantea entre quienes quieren un Estado laico y los que quieren un Estado... ¿no laico? Ahí está la cuestión: ¿qué se supone que quieren los católicos? Todavía no sé de nadie que nos acuse de reivindicar una teocracia, aunque ya hay quien juguetea con la palabra ‘confesional’.

Lo que, con excepciones, queremos los católicos es un Estado laico, y es precisamente lo que nos niegan.

Un Estado laico significa un Estado absolutamente neutral en lo religioso, no un poder que quiera convertirse en sustituto de la Iglesia.

Pero si el Estado debe ser imparcial, la sociedad no tiene que serlo. La religión no es, como querrían los laicistas, un asunto puramente privado -casi diríamos, un malentendido privado-, algo que debería restringirse a la esfera de la conciencia personal. La religión tiene y siempre ha tenido una esfera pública que el Estado debe respetar.

El error, muy común, consiste en indentificar lo público con lo estatal, pretendiendo que todo lo que no es estrictamente privado debe quedar bajo el control del Estado.

Quizá se podría volver a lo que los papas decían a los emperadores de Occidente en el siglo XI, durante la reforma gregoriana: no os compete la salvación de las almas; conformaos con cumplir vuestra misión lo mejor posible. Haced reinar la paz. (08/12/2004)

El suicidio de Occidente

El problema de la prensa, sobre todo de la prensa diaria, es que rara vez puede dar las grandes noticias. Todos los periódicos acaban, en un sentido, siendo periódicos de sucesos. La gran noticia en el Mediterráneo en el siglo V era la decadencia del Imperio Romano, pero esperar al 'suceso' de la toma de la ciudad por Odoacro hubiera sido informar demasiado tarde. De igual forma, el problema social, político y económico más grave de nuestro país y de toda Europa rara vez es noticia, y casi nunca aparece en portada.

España -Europa- apenas tiene hijos.

Ocurre a menudo que, lejos de ponernos de acuerdo sobre las soluciones, ni siquiera coincidimos en detectar los problemas, y lo que para unos es un desastre, para los otros es una bendición. Hay falsos problemas, problemas cuestionables, problemas sacados de contexto, problemas exagerados o meras apariencias de problema. No es el caso.

Es tan fácil como contar. Con una tasa de natalidad inferior al 1,4 por ciento, muy por debajo de la tasa de sustitución del 2,1 por ciento, la población envejece y se contrae irremediablemente.
En una sociedad que se ha criado en el mito de la superpoblación, que cada vez seamos menos puede ser considerado por muchos una bendición. No me voy a entretener ahora en desmontar mitos que la realidad se ha encargado ya de deshacer hace décadas. Es más, me presto a admitir que somos demasiado como hipótesis de trabajo. Aun en ese caso, "reducir" la población significa siempre reducirla por abajo, disminuir los nacimientos; a nadie se le ha ocurrido aún, afortunadamente, eliminar población sobrante de un modo menos discriminatorio.

La primera consecuencia a medio plazo es contable. Europa se ha dotado de un sistema de prestaciones sociales -el Estado de Bienestar- que sólo puede funcionar si la población activa -los que producen- supera holgadamente a la población pasiva -los que sólo consumen. El dinero que el lector y su empresa pagan en concepto de cotización a la Seguridad Social no es un ahorro que el Estado le guarde para devolvérselo en forma de pensiones, cuando se jubile, o de seguro de desempleo, si se queda en paro; esas cuotas son un impuesto que el Gobierno utiliza para pagar a los jubilados de hoy, a los parados de ahora mismo. Si quienes producen riqueza son muchos en relación con los que sólo gastan, el sistema, mal que bien, funciona. Pero cuando, en el futuro previsible, el Estado se vea obligado a quitarle una proporción cada vez mayor de la riqueza que produce a un número cada vez menor de jóvenes para pagar las pensiones de un número cada vez mayor de jubilados, la quiebra del sistema estará al alcance de la mano.

Muchos expertos ponen su esperanza en la inmigración, pero esa solución tiene un coste social alto. Para empezar, tendría que ser una inmigración masiva para compensar la bajísima natalidad española. Y nunca en la historia se han producido influjos masivos de unas poblaciones en el territorio de otras sin que se produzcan graves problemas de adaptación y cambio social, como puede verse diariamente en muchos países de la UE.

Lo grave no es que el problema número uno de Europa no cope los titulares, sino que el Gobierno lo ignore. La bendición de nuestro sistema político es que un mal gobierno no tiene por qué durar más de cuatro años; la maldición, que cada gobierno tiene un incentivo para ignorar los verdaderos problemas, los problemas a largo plazo, y centrarse en las medidas efectistas que les garanticen otro mandato. Lo verdaderamente suicida es que este Gobierno, lejos de tomar medidas urgentes para paliar el problema, parece empeñado en agravarlo con sus ataques obsesivos y constantes a la familia. (24/11/2004)

Los males del silencio (de Cartas del Diablo)

Apreciado Isacarón:

Hoy quiero prevenirte contra uno de nuestros peores enemigos: el silencio. No, no estoy hablando de decibelios, aunque, indudablemente, ayudan. ¿Por qué crees que favorecemos esa infernal cacofonía que acompaña la vida del hombre moderno y civilizado? Empiezan el día rodeados de ruidos, es estruendoso su desplazamiento, atronadores sus diversiones, y hasta su trabajo lo acompañan con el incesante runrún de reuniones interminables y conversaciones anodinas.

Pero no quiero hablarte del sonido físico; no me importa si los inundas con ese otro ruido de las mil y una distracciones que ofrece el mundo moderno. Lo único importante, lo esencial, es que nunca estén solos consigo mismos. Esa soledad, ese silencio, son potencialmente nuestra ruina. Un hombre en silencio, sin imágenes bailando ante sus ojos o en su imaginación, corre el terrible riesgo de pensar. Sé lo que me vas a decir: que hemos montado formidables defensas contra la reflexión, que les hemos vendido estereotipos en 'packs' para ahorrarles la molestia de pensar por su cuenta y lograr que, ante cualquier interrogante, tengan lista una respuesta prefabricada. Pero ten en cuenta que estos mecanismos están diseñados para vencer en la discusión, para detener la reflexión en el diálogo o el debate. Cuando el hombre está solo mucho tiempo, cuando se pregunta por sí mismo una y otra vez sin la necesidad de rebatir a alguien, sin tener que quedar bien, existe un grave riesgo de que adviertan lo hueco de nuestros ingeniosos argumentos.

Recurre a cualquier interrupción, sugiérele imágenes, recuerdos. Hay que evitar a toda costa que llegue el momento fatal en que nuestro hombre se diga: "todo eso (todas las ideologías de moda, todas las teorías de salón, todos nuestros brillantes fuegos artificiales del intelecto) está muy bien, pero ¿para qué vivo?". En ese momento estaremos perdidos. (23/11/2004)

Cuando el Estado es dios

De un tiempo a esta parte he observado un fenómeno alarmante en las víctimas de desastres naturales o fortuitos que salen en televisión. Uno ve dolor, desesperación, angustia; a veces, resignación: todo perfectamente natural. Pero también detecta con frecuencia indignación contra los poderes públicos por no haber evitado la tragedia. Cada vez más, en la mente de muchos, el Estado ha venido a sustituir a la Providencia.

La naturaleza aborrece el vacío, y más aún la sobrenaturaleza. Ése es el verdadero problema del laicismo, que, desaparecido Dios, el Estado –el Poder- queda como único referente moral y como la sola fuente de legitimidad.

Lo irónico del asunto es que cualquiera puede ver qué es el Estado, lo tenemos delante de las narices. Estado es ese cuñado funcionario, el amigo que trabaja en tal agencia o ministerio; es José Luis Rodríguez Zapatero, es Maria Teresa Fernández de la Vega, es Pasqual Maragall. Todos ellos personas con indudables cualidades, pero lejos, me temo, de la infalibilidad y la omnipotencia.

El ateísmo moderno es un fenómeno casi exclusivamente cristiano, es una herejía cristiana. Lo que hace el hereje es escoger –de ahí procede el término griego- una parte de la doctrina e inflarla hasta eclipsar todo lo demás. Así, Lutero partió de una verdad de fe –es la gracia, no las obras, lo que nos hace merecedores del Cielo- y la absolutizó hasta el punto de negar otras verdades. El ateísmo occidental prescinde de Dios y de todo lo sobrenatural, pero se queda, al menos inicialmente, con el concepto cristiano del hombre, del individuo como titular de derechos inalienables. Lo que parecen no comprender quienes defienden la citada postura es que esta idea del hombre es tan dogmática e indemostrable como la Santísima Trinidad. En efecto, si el hombre es un mero conjunto de átomos combinados por un azar ciego, ¿de dónde viene su dignidad intrínseca? ¿Qué sentido tiene hablar de derechos inalienables? Sus derechos serán en realidad meras concesiones del Poder, que podrá ampliarlos o restringirlos a voluntad.

Igualmente absurdo es el argumento, repetido a menudo en los últimos meses, según el cual no se puede "legislar sobre la moralidad". En realidad, apenas se puede legislar sobre ninguna otra cosa. La idea laicista de un gobierno aséptico ante las distintas concepciones del hombre, que legisla basado sólo en la realidad científica, es perfectamente absurdo. El gobierno parte de una visión del mundo tan minuciosamente mística como la de cualquier religión. Elijan al azar cualquiera de las últimas medidas del Ejecuivo y podrán comprobar que parte de una premisa indemostrable: que todos los hombres son iguales, por ejemplo, o que cada individuo tiene derecho a la libertad.

Toda moralidad tiene su origen en alguna religión, y las leyes reflejan siempre una moral. No hay ninguna razón meramente práctica por la que robar y matar esté mal. Todas las grandes religiones condenan estos actos, y las religiones preceden al Estado. Los que hemos crecido en el siglo XX hemos sido testigos de lo que sucede cuando el Estado prescinde absolutamente de Dios. Los seis millones de judíos masacrados por el Nazismo y los doscientos millones aniquilados por los distintos regímenes comunistas deberían abrirnos definitivamente los ojos ante las consecuencias de divinizar el Estado.

Decía Chesterton que, aunque él no fuera cristiano, querría que su médico y su abogado sí lo fueran. De igual modo, entre un Dios que respeta escrupulosamente mi libertad en esta vida y un ‘dios’ con policías, tanques y soldados que puede echar mi puerta abajo a las 3 de la mañana, adivinen cuál prefiero. (17/11/2004)

Una señora papá (sección 'El Manipulómetro')

Para el pensamiento dominante, el niño es una contradicción. Por un lado es una delicadísima flor de invernadero sobre el que se acumulan cartas de derechos, expertos, pedagogos y defensores oficiales y oficiosos de la infancia; un ligero cachete puede traumatizarle, se le debe estimular con música clásica antes incluso de que nazca y con colores brillantes en la misma cuna; casi ningún objeto es lo bastante seguro para él, no hay condiciones suficientemente adecuadas para su desarrollo armónico.

¡Pero ay del niño como sus necesidades entren en conflicto con los caprichos favoritos de nuestra ética cultural! Entonces es un amasijo de células antes de nacer y un sujeto resistente y maduro en su primera infancia, que supera impávido el divorcio de sus padres o la posibilidad de ser criado por dos padres o dos madres.

Viene esto a cuento del caso de una juez de Lugo que, para indignación de los progresistas bienpensantes, ha decretado que Álex Crespo sólo podrá ver a su hijo, de siete años, durante tres horas cada dos semanas, en un centro público y siempre en presencia de la madre y profesionales. ¿La causa? Álex se está hormonando con la intención de convertirse en breve en Alejandra.

La Federación Estatal de Lesbianas, Gays y Transexuales, que parece no cansarse nunca de confundir el culo con las témporas, ha destacado esta "incongruencia", que atribuye a una discriminación hacia Crespo por ser transexual, informa el diario El País.

Si alguno de los omnipresentes defensores del menor arrebata a una familia pobre a sus hijos por que viven descuidados y en condiciones antihigiénicas, nadie ve en ello una discriminación contra la pobreza. Pero, ¿qué puede haber de malo, qué puede entorpecer el desarrollo de un niño de siete años tener que llamar ‘papá’ a una señora? ¿Confundirle? ¿Por qué?

Por supuesto, El País sólo recoge opiniones contrarias a la decisión de la jueza, las muy representativas opiniones de los activistas gays. Lo suyo es que lo anómalo, lo estadísticamente anormal, dicte las normas que rigen la vida de la mayoría. ¿Para qué perder el tiempo con opiniones "casposas"? (10/11/2004)

La visión del ungido

Hasta el pasado 2 de noviembre, todo el mundo sabía que Bush es idiota; ahora, todo el mundo sabe que los americanos son idiotas. A estos niveles de sutileza intelectual ha llegado el debate ideológico. Cuando tituló su primera plana ¿Cómo pueden ser tan IDIOTAS 59.054.087 personas?, el rotativo británico Daily Mirror estaba resumiendo en una sola frase lo que reflejan tribunas y editoriales de buena parte de la prensa europea.

No es mi propósito defender a George Bus, que ni es santo de mi devoción ni necesita defensa. Pero las reacciones a su victoria electoral demuestran que, para un sector creciente de la élite cultural, el rival ideológico no está meramente equivocado en sus planteamientos. No: tiene que ser idiota o malvado. . El periodista Enrique de Diego publicaba recientemente un libro, Los nuevos clérigos, reseñado en ALBA, en el que exponía el carácter pseudoeclesial de los santones de la progresía, su constitución en una casta cerrada de gurús que reparten cédulas de progresía y cuyos ucases ideológicos se amplifican hasta el infinito a través de poderosos medios de comunicación. El libro es magnífico y el concepto, exacto; pero la metáfora no me parece la más acertada. El más tiránico de los clérigos tiene, al menos, que responder ante un credo que le precede y le supera, ése es su límite. El intelectual progresista es más bien un mesías, un ungido que sabe lo que le conviene al pueblo, sin tener que responder ante nada ni ante nadie, basado en la única autoridad de su mente privilegiada. Tengo mucho más respeto por la vieja izquierda, que pretendía hablar en nombre del pueblo, que por la nueva progresía, que se limita a darle instrucciones.

Para el ungido, la democracia occidental y todos sus derivados son otras tantas herramientas, válidas en sus manos y nefastas en manos de sus rivales. Así, ofender gravemente las creencias de la mayoría mediante blasfemias gratuitas en literatura o arte debe quedar siempre amparado bajo la sacrosanta libertad de expresión. Otra cosa es que, digamos, un político defienda públicamente una visión que ha sido común a toda la humanidad -incluida la más progresista- hasta hace unas décadas; eso entra dentro de las cosas "que no se pueden decir", como se han encargado de recordarle a Rocco Buttiglione. O que la Iglesia tenga la osadía de oponerse al Gobierno en lo referente a la eutanasia. Esas son opiniones "casposas" -Pepiño Blanco dixit- que, para colmo, se oponen a la voluntad popular. Uno pensaba que, en una democracia, se podía discrepar abiertamente de la voluntad popular -que quizá por eso a la oposición se le llama así, oposición-, que votar a un partido no significa necesariamente suscribir todos los puntos de su programa y que las voluntades, populares o no, no tienen porqué mantenerse inalterables durante cuatro años. Pero Pepino no hace más que expresar la visión del ungido: los que opinan distinto, o malos o tontos. O, más probablemente, ambas cosas.

Con la voluntad popular, por cierto, pasa otro tanto, como acaba de verse en el caso de las elecciones norteamericanas: sólo es buena cuando da la razón al ungido. De hecho, el gusto popular es casi indefectiblemente ridiculizado por el ungido, para quien "comercial" es la etiqueta preferida para descalificar por completo una película, un libro o cualquier otro producto demandado por las masas.

Superada la distinción de izquierda y derecha como clasificación mínimamente útil, el verdadero enfrentamiento se da entre quienes ven en el hombre un 'material' infinitamente maleable mediante ingeniería social y los que ven en él un ser acabado, aunque imperfecto. Aunque los intentos por construir el Imperio de los Mil Años, el Homo Sovieticus y las Mañanas Que Cantan se hayan traducido en inacabables montañas de cadáveres, pueblos enteros esclavizados y estados policiales, el ungido seguirá tratando de fabricar un hombre a su imagen y semejanza.

Sexo II (de la sección Cartas del Diablo)

Apreciado Isacarón:

Me dices que te ofende profundamente cuando los hombres nos representan como proxenetas de lujo, ofreciéndoles invariablemente placeres carnales. Nos confunden con el Enemigo, ese materialista. Aunque pudiéramos, nunca se nos hubiera ocurrido crear algo tan bajo como la materia, por no hablar de la locura de dar placer a esos pigmeos ¡Señores, que somos serios!

El Enemigo les dio a estos mortales un privilegio que a nosotros nos había negado: participar activamente en la creación de otros semejantes. Pero la cosa, con ser repulsiva, podía haber tenido algo de esa asepsia que amamos aquí abajo si el hombre se reprodujera por bipartición o por esporas, contaminando el mundo con fotocopias de sí mismo. El esquema es todavía más retorcido. Él creó desde el principio dos tipos humanos, idénticos en dignidad y valor, pero diferentes para hacerles complementarios.

Ya puedes imaginar lo que se deriva de todo eso: un desastre sin paliativos. Él hizo que esos dos tipos se atrajesen y que de su unión surgiesen otros seres humanos. La consecuencia de esta unión es, con desoladora frecuencia, el amor, tanto entre ellos como de ellos hacia sus crías. Para colmo, estas crías no salen ya crecidas, sino que necesitan el cuidado de sus progenitores. Este patético entramado de necesidades, uniones, donaciones y transmisión de creencias, prolongado en el tiempo, es lo que llaman familia. Hay que destruirla.

Ataca en tres niveles. Lo primero es anular esa estúpida distinción. Diluye las diferencias, inspírales la idea de que, en realidad, ser hombre o mujer no es un destino, sino una opción (¡adoro esta palabra!). Luego enfrenta un sexo contra otro. En un mundo basado en el principio de no contradicción parece imposible mantener ambas cosas a la vez, pero puedes confiar siempre en la estupidez humana.

De las crías y su relación con los padres ya hablaremos otro día.

Jugando a las casitas

Antes de que la tele y los videojuegos arruinara su imaginación, uno de los juegos favoritos de los niños era “hacer como si”. A este modelo pertenecía el popular “indios y vaqueros” o “policías y ladrones”. El niño obtenía buena parte de la emoción, la aventura, el derroche de actividad y la liberación de adrenalina de la acción imitada sin el desagradable fastidio de acabar con un tiro en la cabeza; después de agonizar con mayor o menor talento dramático, Paquito se levanta de un salto y el juego vuelve a empezar.

De este tipo es también “jugar a los papás”, normalmente a instancias de los miembros femeninos del grupo (perdón por el comentario sexista). Un niño y una niña fingían estar casados y reproducían escenas minimalistas de lo que, tras observar a sus propios mayores, deducían que era el matrimonio. Después de todo, la imitación es la primera forma de aprendizaje.

Imaginen ahora que sus padres, en lugar de contemplar el juego de sus hijos con una divertida sonrisa, se tomaran en serio la ficción, tomaran la palabra a los pequeños y les trataran, efectivamente, como matrimonio.

Como en el ejemplo, el pretendido matrimonio homosexual es, antes que nada, un abuso intolerable de la analogía. Todas las instituciones son el resultado del lento desarrollo de unas ideas, la plasmación social de unas creencias, de una visión del mundo. En el caso de Occidente, esa visión era la cristiana. Pero el laicismo se ha dedicado a desarraigar gradualmente las creencias cristianas, negándoles el pan y la sal en la vida pública, al tiempo que mantienen unas instituciones que quedan, así, vacías de contenido. Son como salvajes que entrarán en un centro de control de la NASA y se empeñarán en usar todos los instrumentos sin saber para qué sirven.

Pero sería una hipocresía pretender que ahora vienen los homosexuales como los hunos de Atila a destruir un vínculo sagrado. Los heterosexuales les hemos preparado concienzudamente el camino, trivializando y vaciando de sentido la base misma de la sociedad, la familia. Cuando hemos desvinculado casi totalmente sexo y reproducción, cuando el matrimonio se basa en efímeras afinidades y caprichos transitorios, cuando un ídolo de la juventud como la cantante Britney Spears se casa en Las Vegas durante una noche loca para divorciarse 56 horas después, ¿qué argumentos podemos oponer a los homosexuales que reivindican el matrimonio? Por supuesto que la unión de dos hombres o de dos mujeres no será nunca matrimonio (y el Estado tiene tanta capacidad para hacer que así sea como para decretar que todas las flores son rosas), pero no es el colectivo gay el que está poniendo en peligro el matrimonio: se limitan a recoger las nueces de un árbol que nos hemos cansado de sacudir.

Hasta los cojones del rock'n'roll

Cuando se habla de contradicciones en los términos, suelen citarse la Inteligencia Militar, El Pensamiento Navarro y el Partido Revolucionario Institucional mexicano. Sé de muchos militares inteligentes y de no pocos navarros que piensan (¡hola, jefe!), pero lo de institucionalizar la revolución sigue siendo como cuadrar el círculo. O lo era, hasta que llegaron los baby-boomers, la generación nacida en la posguerra (la civil, en el caso de España; la mundial, en el resto de Occidente).

A lo largo de la historia se ha seguido un modelo por el que cada generación se opone a la anterior y espera a llegar a la edad adulta para arrebatarle el poder -político, económico, cultural-, antes de cederlo a la siguiente cuando empiezan a fallar las fuerzas y la memoria. Cada generación es rebelde cuando carece de poder, y deja de serlo cuando lo alcanza. Sólo los baby-boomers tienen el inefable descaro de pretender seguir siendo rebeldes cuando ya lleva décadas dictando las reglas. Quieren comerse la tarta y guardarla para la cena.

Hijos mimados de una generación que anhelaba la vida después de ver tanta muerte, los baby-boomers arrebataron antes de tiempo a sus padres el cetro de la cultura, y no parecen dispuestos a cederlo cuando ya peinan canas, los que todavía tienen algo que peinar; los que gritaban "nunca te fíes de alguien con más de 30" no están por la labor de confiar el timón cultural a quien tenga menos de 40. Han inventado la última paradoja, la modernidad intemporal. Cada generación es moderna mientras decide las normas culturales, pero entiende el contrato tácito que hace que el tiempo dicte qué es moderno y qué ya no lo es; el baby-boomer es moderno por definición, así pasen cincuenta años: "la modernité, c'est moi".

El caso paradigmático de esta modernidad por decreto es el estatus del estilo musical que abanderaron, el omnipresente rock'n'roll, del que se ha decidido que este año cumple cincuenta años. ¡50 años! Los jóvenes rebeldes de chupa de cuero y pantalón vaquero decretaron que cantantes como Frank Sinatra eran carrozas condenados a criar polillas en el armario de la historia cuando estas figuras estaban en la cúspide de su carrera y aún seguirían llenando conciertos y vendiendo discos como churros veinte años después, pero ahora quieren hacernos creer que un anciano aristócrata como Sir Michael Jagger -"Morritos" Jagger, para sus amigos- es el paradigma de lo moderno, lo rebelde, lo nuevo. Se ha pasado del "muere joven y haz un cadáver bonito" a "los viejos rockeros nunca mueren". Y que lo digas, chaval.

El rock es la modernidad congelada, el canon maquillado de contracultura, la ortodoxia heterodoxa de la música.

Lejos de ser una autoridad musical, me mantengo prudentemente alejado de las modas y tengo, además, un oído en frente del otro, como suele recordarme mi mujer cuando me oye cantar en la ducha. Pero me consta que han surgido muchos estilos musicales después del rock: tecno, rap, qué sé yo. No es, pues, por falta de creatividad. La diferencia es que mientras el rock nacía en oposición a la música anterior, con vocación de "matar al padre" y condenar a las tinieblas exteriores a todo cantante con el ritmo equivocado, los innovadores musicales que han venido después muestran una reverencia verdaderamente confuciana por sus ancestros rockeros.

Hay algo inmensamente patético en ese ancianito que se pasea con andadores y la próstata hecha polvo por todos los escenarios y emisoras del mundo pretendiendo que todavía es peligroso, audaz, salvaje. Pero más tragicómico es que las generaciones siguientes le sigamos el rollo.

¿Qué puede tener de 'revolucionaria' una música que ya se escucha en todas partes a todas horas, en las parroquias, en la consulta del dentista, en los ascensores de la más seria y aburrida de las multinacionales? Cuando Bill Gates anunció el lanzamiento de su Windows '98, eligió para su presentación Start me up, de los incombustibles Rolling Stones; el primer ministro británico Tony Blair fue vocalista de un grupo rock, The Ugly Rumours; el colegio más cercano a mi casa se llama John Lennon, como el aeropuerto de Liverpool. Rock se oye en una discoteca de Nueva York y en una emisora perdida en Kinshasa, uniformando el mundo en una vaga rebeldía de diseño, obligando a todos a escuchar, les guste o no. El rock, dicen, está aquí para quedarse. Pues qué bien.

La ley ‘anticachete’

Con la tasa de natalidad más baja del mundo, una alarmante tasa de divorcios y ochocientos mil abortos en las última décadas, uno pensaría que la familia española no está en su mejor momento y que el Estado debería, sino tomar medidas para defenderla, al menos dejar de acosarla.

Pero ya podemos respirar tranquilos: el Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, Pedro Núñez Morgades, propone derogar el Artículo 154 del Código Civil, que dispone que “los padres podrán también corregir razonable y moderadamente a sus hijos”, y aprobar una “ley anticachete”.

Es difícil condensar en tan poco espacio tantas capas superpuestas de estupidez, y uno no sabe cuál de las majaderías acumuladas criticar primero.

Se podría empezar llamando la atención sobre la morbosa inclinación de nuestros políticos por negar a un padre responsable el derecho a reprender a su hijo para evitar males mayores con un suave cachete mientras aplaude el derecho de la madre a asesinarlo antes de nacer. El padre, que de forma natural quiere enormemente a su hijo, es sospechoso, pero hay que creer que un cambiante colectivo de funcionarios que ni siquiera le conocen van a sacrificarse siempre por lo que más le convenga.

También habría que señalar la indignante intromisión estatal –policial, realmente- en la intimidad familiar que da por supuesta esta ley.

Está, en fin, el nefasto reflejo moderno de “legislar hasta morir”, abolir el mal a fuerza de decreto, fomentar una inflación legislativa en la que nada en la vida escape de la norma pública, que se vuelve inaplicable y acaba produciendo los efectos contrarios de los pretendidos.

Sobre el sexo de los ángeles

Cuenta la crónica, exagerada hasta la leyenda, que los habitantes de Constantinopla se entretenían debatiendo el sexo de los ángeles en vísperas de la conquista de la ciudad por los turcos. La anécdota se ha convertido, con razón, en ejemplo de discusión inútil en tiempos de crisis, porque, además de no poder comprobarse la conclusión a la que se llegara eventualmente, que los ángeles tengan sexo o no y cuál sea éste tiene una influencia cero en las vidas de los individuos y las sociedades humanas.En los hombres, en cambio, el sexo importa, y mucho. Que haya hombres y mujeres, que sean distintos y complementarios, es la base misma de cualquier sociedad. No se trata de un concepto especulativo y abstracto: la existencia del lector, mi propia existencia, surgen de esa complementariedad. Muchos somos padres y hermanos; todos somos hijos.Una célebre cita de San Agustín define el pecado como “usar lo que debemos disfrutar y disfrutar lo que debemos usar”, es decir, convertir los medios en fines y los fines en medios. Sobre la marcha se me ocurre otra definición: unir lo que debe estar separado y separar lo que debe estar unido.El hombre y la mujer deben estar unidos en el matrimonio y conceptualmente separados como sexos. Y nuestro tiempo está esforzándose por lo contrario. Así, es anatema sugerir que ambos sexos son diferentes, más allá de sus obvias diferencias físicas, y es necesario fingir, incluso contra la evidencia más empecinada, que uno y otro sexo son perfectamente intercambiables.Pero aún más daño se puede hacer con el matrimonio, el hogar del hombre, la fuente de la que surge y el lugar donde se hace. En ese sentido, nuestra actitud es de una negligencia bastante más criminal que la de los polemistas bizantinos, porque difuminamos nuestra energía en discusiones mezquinas, de pequeña política, mientras el Gobierno se propone destruir de un plumazo, no una ciudad, sino la base misma de todas las ciudades, eliminando con un puñado de discursos y unos votos, la institución que sostiene la civilización desde hace milenios y que ha permitido que esos mismos políticos existan.La única razón para que el Estado se inmiscuya en una libre asociación de ciudadanos es porque considera que hay un bien social que defender. En el matrimonio, el caso es obvio: de ahí salen, de hecho, todos los ciudadanos, ahí se les educa y cría. Pero cuando se redefine el matrimonio como mera unión sentimental, sin referencia a su capacidad creadora, entonces uno se encuentra privilegiando, sencillamente, la atracción sexual. Porque, ¿qué hace más merecedora de privilegios legales la unión de dos homosexuales que la convivencia de una nieta con su abuela, de unos amigos que comparten piso, de un enfermo y su cuidador o cuidadora? Estamos llegando al absurdo de exigir que haya penetración para conceder una protección legal especial. Y no es que no haya oposición -extraparlamentaria: el PP matiza, pero acepta- en periódicos, radio e Internet; pero esas críticas contra el proyecto se pierden en un mar de comentarios de igual categoría y énfasis contra ésto y aquéllo, como si la abolición del hombre estuviera a la misma altura que las obras del AVE o la retirada de tropas de Iraq.

Hablemos de sexo

Si uno quiere conocer la filosofía dominante de un tiempo y un lugar, no debe fijarse tanto en lo que se dice como en lo que se da por supuesto. El número del 30 de junio de un diario gratuito ofrece una ilustración perfecta de esta teoría. “Tres millones de españolas no utilizan anticonceptivos”, titula el diario la noticia en la que recoge una reciente encuesta. Con ello, el diario está diciendo que lo extraño, lo anómalo, lo alarmante, incluso, no es que una abrumadora mayoría de mujeres recurra a medios químicos o mecánicos para impedir que el coito tenga las consecuencias naturales, sino esa minoría de inconscientes que se atreven a follar a pelo. Y, por si quedaba alguna duda, el diario empieza el artículo diciendo que “el 29% de las españolas en edad fértil se arriesga a tener un embarazo no deseado”. Supongo que la posibilidad de que el embarazo sea, de hecho, deseado, o que un hijo no es una enfermedad de transmisión sexual ni siquiera ha pasado por la mente del redactor.Si algún día llegaran a una civilización extraterrestre imágenes sueltas de nuestra televisión, probablemente deducirían que el ser humano se reproduce por esporas o por bipartición, hasta tal punto insiste nuestra época en la separación de lo que de ninguna manera puede separarse: el sexo y los hijos. Uno se siente un poco ridículo teniendo que recordar lo obvio: que el coito sin interferencias entre un hombre y una mujer fértiles produce nuevos seres humanos. Pero ya decía Chesterton que pronto habrá que proclamar que dos y dos son cuatro como quien proclama el arcano de una oscura doctrina.Es especialmente curioso que en un tiempo en que la palabra “natural” está desbancando a “gratis” y “nuevo” como término favorito para vender productos e ideas, cuando la ecología va camino de convertirse en la religión “por defecto” de una humanidad sin fe, sea el sexo -el mecanismo específico para engendrar seres humanos, la fuente de la que todos hemos salido- el único aspecto importante de la vida en el que lo natural sea ser totalmente artificial. Oyendo hablar a los hijos de la Revolución Sexual -nuestros líderes políticos-, cualquiera diría que los condones surgen en los campos en primavera, que miles de árboles aparecen cargados en otoño con paquetes de “píldoras del día después”, y que, quien más, quien menos, todos hemos sentido alguna vez en la sangre el ancestral instinto telúrico de colocarse un capuchón de látex.

La realidad es católica

El periodismo es la más cristiana de las profesiones. De hecho, el cristianismo es periodismo, ya que, entre las grandes religiones, es la única que no se basa en una doctrina, sino en un Acontecimiento. La vida de Moisés, la de Mahoma o la de Buda podrán ser ejemplares para sus seguidores, pero no es la esencia de su mensaje; ellos son meros transmisores de la doctrina, del mensaje. En el caso del cristianismo, en cambio, se cumple a la perfección la máxima de McLuhan: el medio -Cristo- es el mensaje. Los evangelistas aspiraban a ser fieles reporteros de un suceso del que fueron testigos presenciales, no maestros de teología o moral. Los periodistas -como nuestros antecesores, los cronistas- estamos sujetos a una maldición: somos personas en busca de la “Gran Noticia” y estamos condenados a pasarla por alto. Siempre. El periodismo es esencialmente superficial; no puede evitarlo. Trata de lo que ocurre cada día, y ni siquiera de todo lo que ocurre, sino de lo que responde a determinados criterios previamente marcados por los propios medios, por la costumbre, por viejos prejuicios informativos. “Homero es nuevo hoy -decía hace un siglo el poeta francés Charles Peguy- mientras que el periódico de esta mañana ya ha envejecido”.El problema es que los acontecimientos que realmente cambian el mundo rara vez parecen gran cosa cuando surgen, y casi nunca aparecen en el BOE. El mejor cronista bizantino de principios del siglo VII, puestos a describir los acontecimientos más importantes de su tiempo, se dejaría sin duda en el tintero la fuga de un ignorado camellero visionario de una ciudad del desierto, en las fronteras del Imperio. Y, sin embargo, esa huida -la Hégira de Mahoma- se convertiría en el “año cero” de una religión que habría de convulsionar el mundo pocos años después, crearía un gigantesco imperio y una fascinante civilización y que hoy, con más de mil millones de fieles, copa los titulares de la prensa mundial. Tampoco es probable que el periodista europeo de 1848 dedicara más de un “breve” o una reseña al panfleto publicado por un colega de Treveris, pero en el Manifiesto Comunista de Carlos Marx estaba ya, en potencia, el Gulag soviético, la Guerra Fría, el Muro de Berlín y Llamazares.No hablemos ya del “Gran Acontecimiento”, el punto central de la Historia a partir del cual, con justicia, empezamos a contar los años en el Occidente cristiano.Por eso en ALBA no pretendemos hacer un periodismo “religioso”, porque creemos que la realidad es católica y no necesita de filtros especiales para mostrarla.

Esta Europa es un timo

Después de horas de telediarios, tertulias de radio, anuncios del Gobierno -incluyendo la comparecencia oficial de la Vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega- y artículos de periódico, cualquiera diría que los socialistas han ganado las elecciones al Parlamento Europeo celebradas esta semana. Si le ha sorprendido el párrafo anterior, si le desconcierta leer que el Partido Popular ha sido la fuerza más votada, tómelo como la prueba definitiva de que esta Europa que nos venden es un timo y que los propios políticos, pese a su cacareado “talante europeísta”, son los primeros que no creen en ella.Si la Unión Europea fuera lo que pretenden, un embrión de federación continental respaldado democráticamente por sus ciudadanos y con verdadero peso político, el primer anuncio de resultados y los principales análisis postelectorales se dedicarían al resultado global, no a los escaños que hayan podido lograr los partidos nacionales, que no se trata de eso. Es como si, en unas elecciones generales, el presidente de la Generalitat saliera el primero en la televisión anunciando la victoria del partido a nivel autonómico, dejando para otro momento y para otras instancias informar que, en realidad, el partido más votado a nivel nacional ha sido el B. La Unión Europea, que empezó haciéndose de espaldas al pueblo, ha acabado desarrollándose contra el pueblo, que ha tomado la decisión mayoritaria -un 55%- de no presentarse en el colegio electoral. La cifra, en realidad, sería más alta si excluyéramos aquellos países en los que votar es obligatorio.Los europeos tienen excelentes razones para abstenerse, empezando por la inoperancia de un Parlamento que ni aprueba leyes ni elige al gobierno y que es poco más que un decorativo apéndice de una Comisión y un Consejo de Ministros que hace y deshace sin el molesto engorro de tener que responder ante los votantes. Qué sabrán ellos.Tenemos así una costosísima y laberíntica burocracia que desde Bruselas les dice a los de Tudela de qué tamaño tienen que tener sus espárragos o explican pacientemente a los riojanos qué debe ser un vino de Rioja. Y que, por supuesto, ni ustedes ni yo hemos elegido.El error de base ha sido crear Europa sin contar con los europeos ni con la compleja y convulsa historia del Viejo Continente, una entelequia surgida de la mera voluntad de los gobernantes. Negarse a reconocer su herencia cristiana, algo tan evidente como la nariz en una cara, es un síntoma de esta indiferencia utópica por la realidad. Hay una Europa grande, culta y rica, pero no es ésta.