miércoles, febrero 22, 2006

El abuelo más muerto de España

¿Sabía usted que al abuelo de nuestro presidente lo mataron? Apuesto a que sí. Es el abuelo más muerto de España. Hay gente que mueve la pierna compulsivamente, gente que repite coletillas hasta la saciedad, gente que cita una y otra vez a los mismos autores: Zapatero esgrime a su abuelo muerto, airea el cadáver del Capitán Rodríguez Lozano cada dos por tres, lo saca a pasear en las conversaciones, venga o no a cuento. El abuelo de Victor Manuel fue ‘picaor’ (allá en la mina), y el de Zapatero fue muerto, muy muerto, martir de su causa. El otro día estuvo a verle la madre de Irene Villa, ya saben, esa niña tan mona que andaba por donde no debía y una bomba se le llevó las piernas infantiles por delante. Quién lo entiende, quién puede entender algo así. Pues Zapatero, claro, y se lo dijo: él tiene un abuelo muy muerto.

lunes, febrero 20, 2006

El hombre es una mercancía para el hombre

Algo bueno hay que decir del canibalismo: al menos los caníbales se comían a sus enemigos y/o a sus muertos, y no criaban seres humanos como si fueran ganado.

Algo bueno hay que decir de la esclavitud, que al menos explotaban en el hombre algo que es propio del hombre, su trabajo.

Algo bueno se puede decir de estas dos y otras muchas formas de explotación del hombre por el hombre, que al menos eran artesanales, tenían la limitación de lo natural. Como poco, el hombre era tratado como un animal y, en el mejor de los casos, como una mascota.

Pero el hombre del siglo XXI ha caído muy por debajo de sus más bárbaros predecesores, ha rizado el rizo de la explotación y ahora, como no podía ser menos después de la revolución industrial, es capaz de dedicarse a la fabricación de personas en masa, en cadena, en serie, de forma anónima, como materia prima. Es la producción de material humano, de piezas de repuesto, con subproductos y desechos industriales. Se ha completado el círculo: el hombre es un producto para el hombre, un artículo de usar y tirar. En eso ha culminado la Era de las Luces: en la cosificación perfecta, completa del ser humano, aprobada casi de tapadillo, sin demasiadas alharacas, casi sin pena ni gloria. La mayor aberración se lleva a cabo mientras se habla de otra cosa –de muchas otras cosas- y se mira para otro lado. El Congreso ha aprobado el Proyecto de Ley de Reproducción Asistida con los votos de todos los partidos, sin la oposición de la Oposición, como si conviniera que todas las fuerzas de este mundo acordaran el punto y final de la Civilización Cristiana.

Adiós, fraternidad

El nombre que se dan a sí mismos numerosos pueblos –desde los antiguos egipcios a los indios lakota- puede traducirse por “seres humanos”; los chinos –el Imperio del Medio- llamaron a los primeros europeos que encontraron “los que rompen el cielo”, porque no aparecían en sus tablas inmutables y, por tanto, venían a romper la armonía de la creación; y para los griegos clásicos, todos los demás pueblos eran bárbaros, como quien dice tartamudos, y Sócrates daba gracias a los dioses por haber nacido “varón, libre y griego”. La posición por defecto de la humanidad ha sido negar que exista algo llamado “humanidad”.

Hace dos mil años se inició una religión –el cristianismo- que fue, al mismo tiempo, una revolución intelectual, tan fuerte en Occidente que aun sus enemigos retuvieron muchos de sus dogmas. Todo hombre es libre, todos los hombres son básicamente iguales y todos ellos son hermanos: Libertad, igualdad y fraternidad.

Nosotros, los hijos del siglo XXI, nos movemos entre las ruinas de la Ilustración. Las ideas de entonces no se han sustituido por ninguna; sencillamente, han dejado de creerse, como una poderosa religión cuyos fieles han perdido la fe pero aún retienen las formas, los ritos, las jerarquías. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Apenas puede repetirse ese ingenuo credo sin ironía. Salvando la obviedad que hizo notar Solzhenitsyn –que, dadas las diferencias de capacidades y aptitudes de los seres humanos, si hay libertad no puede haber igualdad, y si se impone la igualdad no habrá libertad-, todo indica que eso de Fraternidad se puso para completar, por el fetichismo del número tres. La libertad mantiene su prestigio, la igualdad aún se invoca en eslóganes políticos con éxito, pero la fraternidad está por los suelos. Lo que priva ahora es el separatismo, en un sentido amplio, la necesidad de reforzar las débiles identidades personales mediante la identificación con un grupo definido en oposición a los demás: mujeres contra hombres, negros contra blancos, Islam contra Occidente.

No es un mecanismo psicológico difícil de entender: a cualquiera le halaga que le digan que es especial, si no individualmente, por su pertenencia a un grupo único. Ésa es la lógica –la psicología, más bien- del nacionalismo. Sólo así se explica que haya, por ejemplo, tantos vascos que se hayan tomado en serio a un racista furibundo como Sabino Arana, que haya personas racionales y razonables que se toman en serio mitos increíbles y que, en pleno siglo XXI, hablan sin rubor de su pertenencia a una raza tan, tan exclusiva que probablemente desciende de un simio distinto al antecesor de las demás naciones.

Las minorías

Lo que es injusto para la mayoría lo es también para la minoría, y lo que es malo en el grande lo es también en el pequeño. Parece una perogrullada, pero toda nuestra sociedad se basa en la idea contraria. Comentarios sobre el otro sexo que en un hombre resultarían de un machismo montruoso queda gracioso y tiene un pase si lo dice una mujer sobre los varones en general; los negros en Estados Unidos pueden permitirse ser violentamente racistas sin que apenas nadie proteste, y a Occidente le exigimos un nivel de consideración hacia el Islam que ni en sueños pretenderíamos ver correspondido.

De la misma manera, modos de actuar y declaraciones que señalarían a un Estado como fascista y lo convertirían en un leproso en la escena internacional se consienten a los nacionalismos periféricos.

lunes, febrero 13, 2006

Conocerse no es siempre quererse

Recuerdo haber visto, hace muchos años, una de esas tarjetas de felicitación bastante cursis con mensajes que le resultarían sonrojantemente empalagosos a Barbara Cartland. El mensaje, en este caso, rezaba: "Conocerte es quererte". Y éste podría ser el lema de los sacerdotes de lo políticamente correcto con respecto a la multiculturalidad, es decir, la idea de que la hostilidad entre dos grupos de personas se debe siempre a la ignorancia mutua, a la falta de familiaridad. Así de pronto, me vienen a la cabeza un puñadito de parejas cuya relación se hubiera beneficiado bastante de una mayor ignorancia mutua, y que si se llevan a matar es, precisamente, porque se conocen bien. No, conocerse no es siempre quererse; a veces es un buen motivo para tirarse los trastos a la cabeza. Si musulmanes e hindúes no están a partir un piñón en la India; si católicos y protestantes en el Ulster no se abrazan por las calles no es exactamente porque no se conozcan, sino porque se conocen demasiado y, francamente, no se gustan.

jueves, febrero 09, 2006

Mentiras arriesgadas

El mundo musulmán nos ha tomado la medida. Huele nuestro miedo, nuestro vacío, nuestra absoluta falta de compromiso con la verdad o con los principios que decimos respaldar. Y el espectáculo que estamos dando y están dando nuestros gobiernos en la absurda crisis de las caricaturas tendrá, por fuerza, que confirmar todas sus intuiciones. En las precipitadas protestas de Occidente, en los mensajes de supuesta solidaridad con sus sentimientos religiosos ofendidos, ¿qué pueden leer, sino miedo, cuando han visto miles de veces a nuestras elites aplaudir y subvencionar la ridiculización de nuestras propias creencias? ¿Cómo van a creer que de verdad condenamos ‘moralmente’ las inocuas caricaturas de Mahoma cuando alabamos como ‘transgresores’ y ‘audaces’ a supuestos artistas que sumergen un crucifijo en un orinal o impregnan de heces de elefante una imagen de la Virgen?

En esta polémica, los dos lados mienten. Las caricaturas danesas no ofendieron a nadie, por la sencilla razón de que en Riad se lee poco el Jyllands Posten, y la prueba es que se publicaron el 20 de septiembre y la indignación estalla ahora. Han tenido que ser las autoridades de varios países musulmanes los que comuniquen la necesidad de indignarse, en comunicados que se parecen sospechosamente a esos carteles que usan las televisiones para decirle al público del plató cuándo tiene que aplaudir. Si no, ¿cómo se explica la súbita proliferación de banderas danesas –listas para quemar- en remotas poblaciones de Paquistán o Egipto? No sé ustedes, pero si mañana nos ofendiera, digamos, Kuwait, yo no sabría muy bien adónde dirigirme para adquirir banderas kwaitíes que quemar. En las tiranías árabes, donde no se mueve una mosca sin permiso oficial, las manifestaciones que hemos visto en la pequeña pantalla tienen tantas posibilidades de ser ‘espontáneas’ como de que el rey de Arabia se haga mormón.

Pero en nuestro lado la mentira es, si cabe, más patética, porque es hija de la cobardía más abyecta. No respetamos el Islam. De hecho, como en el chiste, ni siquiera respetamos nuestra religión, que es la verdadera, mucho menos vamos a respetar una de fuera. Pero con la ‘nuestra’ –nuestra no porque creamos ya en ella como civilización, sino porque nos ha dado nuestra particular visión del hombre y del mundo- todo vale, por la muy repugnante razón de que nadie va poner precio a nuestra cabeza por burlarnos de lo sagrado cristiano, porque de la befa y ridiculización de las creencias católicas sólo podemos esperar aplausos, subvenciones, premios y unas inofensivas protestas que añadirán lustre a nuestro prestigio de hombres cultos e ilustrados, libres de prejuicios y caducas supersticiones.

lunes, febrero 06, 2006

¿Y si fuera...?

Ya conocen la noticia, cómo Leo Bassi, después de ofender a los cristianos con su sátira blasfema La revelación, tuvo que refugiarse en Riyadh y pedir protección a las autoridades saudíes contra los miles de católicos que en capitales de todo Occidente han jurado no descansar hasta ejecutar al impío. Las manifestaciones espontáneas que han estallado en cientos de ciudades de Europa y Estados Unidos, en las que se han quemado efigies representando a Bassi, se producen poco después de que el Vaticano, que ha exigido disculpas públicas por parte de los propietarios y patrocinadores del teatro en el que se estrenó la obra blasfema, lanzara una bula en la que se instaba a todos los fieles a acabar con la vida de Íñigo Ramírez de Haro, autor de una obra deleznable y odiosa cuyo nombre no podemos reproducir, prometiendo la vida eterna a quienes lograran ejecutar al infiel. Tras la detención y fulminante encarcelamiento de un grupo de musulmanes que se reunía a rezar en un garaje abandonado que usaban como mezquita, las autoridades eclesiásticas anunciaron la construcción en Jedah, Arabia Saudí, de la mayor catedral cristiana en tierras infieles, superando la Iglesia de la Trinidad recientemente construida en Islamabad.

Suena disparatado, ¿verdad? Pero no se me ocurre nada mejor que esta reducción al absurdo para mostrar cómo toda equivalencia moral entre el Occidente postcristiano y el mundo islámico es sólo un chiste macabro. Y, sin embargo, de hacer caso a los progres entreguistas del pensamiento único, los casos de discriminación antimusulmana en Occidente vienen a ser, mutatis mutandis, semejantes o incluso peores que el anticristianismo militante del mundo musulmán.

No es lo mismo

Durante cosa de cincuenta años, en la Guerra Fría, el mundo empezó a jugar a un juego lleno de trampas llamado equivalencia moral. Consistía en decir que los dos bandos -el bloque soviético y el bien llamdo mundo libre- eran igualmente malos por la muy obvia razón de que ninguno de los dos era perfectamente bueno. Ya saben, si Stalin llevó a cabo purgas y provocó hambrunas en las que perdieron la vida unas cien millones de personas, con la Caza de Brujas del Senador McCarthy un puñado de guionistas de Hollywood se quedaron en el paro. Lo uno por lo otro. Era, en definitiva, la versión política del macabro chiste: “¡Qué semana llevamos! Tú pierdes a tu mujer y yo pierdo el bolígrafo!”.

En el fondo no es más que el masoquismo occidental, el deseo de muerte de nuestra civilización y, caído el muro, la progresía bienpensante juega ahora a la equivalencia moral con el islamismo radical. Hay feministas, por ejemplo, a las que no se les cae la cara de vergüenza comparando el burqa con el bikini como símbolos de la sujeción de la mujer al varón. La culpa de todo, dicen, la tiene el monoteísmo, y tanto da si es el de Cristo, que murió por nosotros una muerte infamante de esclavo, como si es Mahoma, que murió en el cenit de su gloria de una indigestión de cordero; si es un semanario que denuncia una obra donde ser ridiculiza todo lo que es sagrado para el cristiano como si son fanáticos que queman embajadas y amenazan de muerte a los autores de una caricaturas del profeta. Y no es lo mismo.

No es lo mismo matar que protestar; no es lo mismo que la mujer gane de media algo menos que el varón que prohibir a las mujeres salir solas de casa, hablar con varones distintos de su esposo, mostrar el rostro, conducir. No es lo mismo.

Vivir bajo el miedo

Todos hemos concluido alguna vez, avanzada la madrugada, tras muchas horas de discusión, que todo es relativo. Todos nos hemos preguntado alguna vez hasta qué punto es libre una sociedad, cuáles son los límites de la democracia, cuál es la zona gris entre una dictadura populista y una democracia real, aunque imperfecta.

Pero este fin de semana he estado en un lugar donde es imposible hacer juegos de palabras con la libertad porque aquí falta en una ausencia aullante y descarada, un lugar donde el miedo se palpa y se hace cotidiano, como ir a comprar el pan o encender la calefacción en invierno. He estado en un pueblo del País Vasco donde el hijo de un hombre asesinado debe ver cómo hacen hijo predilecto al asesino de su padre, donde el odio pudre el aire y la amenaza cubre las pausas y los silencios. He visto el miedo paseando libre por la calle.

Odio a la democracia

Es la más vieja de las armas del arsenal político. La izquierda acusa a la derecha de desconfiar de la democracia; la derecha responde recordando que la izquierda tiene un pasado reciente que no le permite acusar a nadie de antidemócrata sin hacer el ridículo. Y la verdad es que las dos partes tienen toda la razón. Los partidos de uno y otro signo difieren en algunas cosas, pero todos coinciden en despreciar la opinión del pueblo.

Me explico: para los partidos de izquierda y de derecha, para las tribus ideológicas, la democracia es una tregua. Los ejércitos se detienen antes de la batalla y, para evitar el derramamiento de sangre, cuentan los soldados de uno y otro bando y se lleva la victoria el que más tiene. Todo un avance civilizador, pero no es precisamente lo mismo que dejar que el pueblo gobierne.

El desprecio a la democracia está en cada detalle, en cada gesto, en cada comentario de la clase gobernante, sobre todo de la izquierda. ¿Nadie se da cuenta de que las vacías protestas de democracia de nuestros líderes son absolutamente incompatibles con cada una de las medidas de gobierno que aprueban, que no se puede defender simultáneamente que el pueblo es tan sabio que merece gobernar y tan estúpido que ni siquiera se puede confiar en que cuide de su salud? ¿Cómo puede sostenerse al mismo tiempo que el pueblo tiene razón y que a la gente hay que decirle cómo debe repartirse las tareas en su propia casa o cómo debe educar a sus hijos, porque es demasiado idiota para hacerlo sin ayuda?

El prejuicio antidemocrático de la izquierda llega al insulto, a despreciar como populachero y comercial todo aquello que gusta a la gente -el mundillo de la cultura subvencionada es el paradigma del elitismo izquierdista-, y a condensar las esencias de la exquisitez progresista precisamente en las instituciones más alejadas del interés y el control de la gente, como la Unión Europea, cuyo ejecutivo no responde ante el pueblo y apenas lo hace el Parlamento. Pero ¿para qué dar voz a quien pide cadenas?

Adiós, España

Esto va así. Unos nacen, otros mueren. Pásense, si pueden, por Estambul. Hace siglos se llamaba Constantinopla, era la ciudad más populosa y poderosa de la Cristiandad, capital de un imperio que parecía inmutable. Los turcos no les dejaron a los bizantinos ni los ojos para llorar. Y estos mismos turcos fundaron a su vez un poderoso imperio que se extendía por Europa hasta las puertas de Viena, con toda Asia Menor y el norte de África. Hoy son un país de tercera, relativamente pobre y atrasado y confinado a la península de Anatolia y un trocito de Europa.

“Lo primero España, y sobre España, ni Dios”, blasfemaba un conocido literato falangista. Sin llegar tan lejos, hay muchos que consideran impensable la ruptura de España. Se equivocan, naturalmente. ¿Por qué España tiene que ser eterna? Nada lo es. Sobre todo, quienes se lamentan de que España se rompa, ¿qué han hecho?; ¿qué hacen? Zapatero no ha aterrizado en La Moncloa recién llegado de Venus: lo han votado los españoles.

Más aún: el Estatuto catalán quizá consagre el fin de la España que conocemos, pero no es más que la puntilla, el empujoncito final a un muro ya totalmente agrietado. Los españoles han tolerado que en Cataluña se enseñe el victimismo antiespañol cada día en los colegios desde hace décadas, que se ninguneen los símbolos nacionales, que se pisoteen los derechos de los castellanohablantes. Recogemos lo que hemos sembrado, nada más.

Más triste es el caso de Cataluña, cada vez más dominada por la superstición nacionalista, una de las religiones más tontas, agobiantes y decepcionantes. La exaltación de la patria a expensas de los ciudadanos, la constante apelación a los derechos colectivos sobre los individuales no lleva al fascismo: es fascismo, por muchas urnas, parlamentos y elecciones que haya.

El nacionalismo no es una ideología, porque no responde a la pregunta de cómo organizar la sociedad, no nos dice nada sobre cómo gobernar, sólo quién va a hacerlo, los augures de la tribu.