jueves, junio 30, 2005

¡Pobres pobres!

El domingo se celebró en Madrid una multitudinaria manifestación contra la pobreza. Estoy seguro de que los manifestantes actuaban movidos por las mejores intenciones del mundo, pero tengo, al menos, dos razones para considerar absurda la iniciativa.

En primer lugar, manifestarse contra la pobreza es como manifestarse contra la calvicie o contra el cáncer: nadie es partidario. Uno le ve sentido a manifestarse por algo atacado, disputado, debatido. Pero reunir a miles de personas para lamentar que haya pobres se me antoja innecesario y autocomplaciente, como firmar manifiestos contra el dolor de muelas. Pero la segunda razón me importa más: ya es difícil ponerse de acuerdo en qué es exactamente la pobreza; coincidir en cómo acabar con ella resulta imposible.

El primer malentendido habitual en nuestro primer mundo es pensar que la riqueza es un dato de la existencia, algo natural, y que la pobreza es la anomalía, resultado de una injusticia cuando no directamente de un robo; es decir, que riqueza y pobreza son un juego de suma cero en el que lo que gana uno lo pierde otro.

Pero la riqueza no existe en la naturaleza: hay que crearla. Es absurdo hablar de riquezas naturales. Los recursos sólo son tales cuando existe un medio de extraerlos, multiplicarlos y, sobre todo, darles un uso. Un ejemplo evidente es el petróleo. Si países como Arabia Saudí son ricos es porque se han inventado el coche, las centrales térmicas y la industria del plástico; sin ellas, el petróleo sería, en el mejor de los casos, un recurso oculto y, en el peor, un líquido maloliente, inflamable e impotable que arruina los terrenos donde aflora.

Las medidas al uso contra la pobreza parten a menudo de este error, con las consecuencias que todos podemos ver: ingentes fondos de ayudas que acaban en las cuentas corrientes de dictadores. La verdadera solución -dejar que el Tercer Mundo venda libremente sus productos a precios de mercado- ni se plantea.

Mira lo que dice Tony

Me dicen que Tony Blair ha hecho un magnífico discurso ante el Parlamento Europeo. Y si por ‘magnífico’ se entiende ‘políticamente oportuno’ o ‘elocuente’, estoy de acuerdo. En cuanto al contenido, ay, tengo que disentir.

Blair hablaba, claro, de la crisis de la UE, y hace dos afirmaciones que son lo contrario a la verdad. La primera es que el gran problema de Europa es su falta de líderes. ¿Faltan? ¡Sobran! Lo que realmente falta en Europa son europeos. Hay franceses, ingleses, españoles... Pero ¿europeos? La UE es como esa chica que lo tenía todo para casarse –la Iglesia, el banquete, la lista de bodas, los padrinos- menos el novio. Hay una burocracia, una bandera, un himno, unas instituciones, pero falta un pueblo. La segunda falsedad de Blair es que los europeos no han rechazado la Constitución, sino que expresan su malestar por la coyuntura europea. Pero cualquiera que se haya tomado la molestia de leer el mamotreto –o que se le haya caído en un pie- entenderá que eso no es una constitución, sino un exhaustivo programa político para un partido vagamente socialdemócrata. ¿Dónde quedan los consejos de Monnet, el padre de Europa: “Evitar la burocracia; guiar, no dictar; normas mínimas”?

miércoles, junio 22, 2005

Ni se le pase por la cabeza

Se suele atribuir a Voltaire la siguiente frase, no por manida menos falsa: "aborrezco tus ideas pero moriría defendiendo tu derecho a expresarlas". Muy bonito, pero uno imagina al Voltaire real muriendo por defender el derecho de, digamos, la Iglesia a expresar sus ideas y le da la risa floja, la verdad. La experiencia, ese asesino de ilusiones, me hace pensar que los que están dispuestos a morir defendiendo la libertad de expresión de sus enemigos ideológicos pueden contarse con los dedos de una oreja.

Todas las constituciones reconocen y amparan la libertad de expresión, uno de los derechos humanos incluidos en todas las declaraciones y tratados internacionales, y sería absurdo pretender que en las democracias occidentales hay censura en el sentido clásico del término. Pero sería ingenuo -o algo peor- fingir que la amenaza de cárcel o paredón es el único medio de impedir que determinadas ideas se defiendan públicamente.

A ver, piense en ideas que de ninguna manera podría escribir en un periódico o decir en una radio: seguro que se le ocurren centenares. Y, aunque las leyes sobre 'delitos de odio' hará que algunas de ellas puedan acarrear penas de cárcel, en la mayoría de los casos ni siquiera intervendría la justicia. El mecanismo de castigo, en este caso, es extraoficial, pero no menos eficaz: el aislamiento, el estigma, la exclusión, la vergüenza social.

Esto es muy grave cuando se trata de ideas políticas, cuando la pena por salirse del estrecho espectro de opiniones permitidas supone automáticamente quedar fuera del discurso público. Pero cuando se trata de ciencia, de investigación científica, de la búsqueda de una verdad comprobable y de aplicación inmediata, las consecuencias son desastrosas. La venganza de la realidad es siempre implacable y, en cualquier caso, el temor al exilio profesional mata la curiosidad científica.

A nadie le gusta ser arrojado a las tinieblas exteriores, ser un exiliado de la vida social, el raro, el apestado, el intocable. Ni siquiera a mí.

Lysenko

En la posguerra, Stalin decretó que la cibernética y la genética, entonces nacientes, eran ‘ciencias burguesas’. La línea oficial en cuanto al desarrollo de seres vivos era la doctrina desarrollada por Trofim D. Lysenko, hombre de cuestionables credenciales científicas pero de incuestionada fidelidad al Partido, según la cual las plantas –como el hombre- pueden modificarse por el ambiente sin tener en cuenta sus características genéticas. Disentir con Lysenko era disentir con la línea oficial del Partido, algo bastante perjudicial para la salud en aquella época. Peor: Lysenko tuvo manos libres para aplicar su método a las cosechas de toda la Unión Soviética. El resultado fue un desastre que duró más de treinta y cinco años.

Es fácil reírse del Lysenkoísmo como una aberración del pasado, de un régimen ferozmente totalitario que por fortuna ha desaparecido en casi todo el mundo. Pero el totalitarismo no es en absoluto incompatible con la democracia y no hace falta más que pararse a pensar cinco minutos para enumerar qué conclusiones serían hoy absolutamente impublicables por muchos datos científicos que las avalaran. Es más: qué campos de la ciencia quedarían fuera de los límites de la investigación ‘legítima’. Politizar la ciencia es una receta segura para el desastre, porque los hechos no son opinables y acaban imponiéndose. En 1632, un tribunal eclesiástico romano obligó a Galileo a retractarse de sus hallazgos científicos. Eppur si muove.

lunes, junio 13, 2005

Cuentos chinos

Soy lo bastante viejo como para haber vivido –y desde un periódico económico- el tiempo en que Japón se iba a comer el mundo, empezando por Estados Unidos. Eran los ochenta, los grupos nipones compraban empresas norteamericanas como si fuesen caramelos, los gurús del management urgían al ejecutivo occidental a que adoptase los métodos y estilos del Imperio del Sol Naciente y Michael Crichton se hacía eco de esta psicosis en un best-seller que luego se llevó al cine. Luego cayó el Nikkei, el milagro japonés se desplomó casi de la noche a la mañana para no levantar cabeza y el ejecutivo occidental devolvió el kimono al armario.

Es difícil resistirse a estas modas periodísticas. Ahora la irresistible fuerza del futuro se llama China, y los periodistas la pintamos con los mismos colores apocalípticos y fatalistas de antaño: el futuro se llama Chang. Permítanme que lo dude. El chino es un régimen totalitario, paternalista y censor, y su ímpetu productivo se basa en buena medida en una mano de obra con sueldos mínimos e insostenibles y un olímpico desprecio por las leyes internacionales de propiedad intelectual y protección de marcas. A la larga, las contradicciones del ‘comunismo capitalista’ que intenta mantener China y el marasmo demográfico fruto de su política de un hijo único por pareja acabarán estallando. Y los nuevos gurús buscarán entonces alguna otra potencia emergente para no tener que pensar que nos queda hegemonía yanqui para rato.

Elogio de McDonald's

Si le hubieran dicho a los socialistas del siglo XIX -o al propio Carlos Marx- que en cosa de un siglo el último de los proletarios tendría a su disposición en todas las ciudades medianas unos locales donde les servirían comida -y no cualquiera: carne- preparada y nutritiva por un precio ridículo al alcance de cualquier bolsillo, darían por descartado que su soñada revolución habría al fin triunfado.

Para las nuevas generaciones de Occidente es fácil olvidar que el hambre ha sido un mal endémico de la humanidad durante toda su historia, que lo anómalo -históricamente- no es el hambre, sino tener universalmente aseguradas tres comidas diarias, y que la carne ha sido comida de fiesta y privilegio de las clases pudientes hasta hace relativamente poco. Por todo eso, si la izquierda fuera sincera y consecuente en sus anhelos de favorecer a los más pobres, sus líderes harían cuestaciones para que Ronald McDonald tuviera una estatua en cada pueblo y ciudad.
¿Tengo que decir que no es ése el caso? Al contrario: citar a McDonald's es como mentarle la bicha a todo progresista que se precie. Ahí está José Bové, que se harta de cosechar aplausos del pensamiento único a base de destrozar locales de McDonald’s, aunque comer un Big Mac, que yo sepa, sigue siendo voluntario, mientras que pagar lo que el Estado decide comprar con nuestro dinero no lo es.

Una razón evidente de esta inquina es que semejante logro -poner el alimento más universalmente ambicionado al alcance de cualquiera, ya servido y con garantías de higiene- no es fruto de ningún plan quinquenal o del sabio dirigismo de los planificadores estatales, sino consecuencia de la libertad y la iniciativa privada. Pero empiezo a sospechar que, además, todos los que dicen hablar en nombre del pueblo le tienen una especial tirria a todo lo que resulta evidentemente popular. Si al pueblo le gusta algo y lo adquiere masivamente, enseguida se etiqueta el producto en cuestión con el calificativo de 'comercial', verdadero equivalente moderno del 'anatema sit'.

El mundo, un servidor y... ¿cómo era lo otro?

Apreciado Isacarón: Sé que el tema te aburre -nos aburre y nos desconcierta a todos, tanto como obsesiona y entretiene a los mortales-, pero tenemos que hablar de sexo, aunque sólo sea para que comprendas con precisión nuestra postura oficial.

Los teólogos tradicionales solían hablar de tres enemigos del alma, el mundo, la carne y un servidor. Ahora, el alma se ha quedado sin enemigo -salvo, quizá, las 'religiones organizadas', ya me entiendes-: tú y yo, apreciado sobrino, hemos dejado oficialmente de existir; el mundo es el que dicta las (deliciosamente cambiantes) modas morales que toda religión debe seguir a riesgo de quedarse -¿cómo es la palabra?- 'obsoleta'; y la carne... Estaba por decir que la carne ha salido totalmente de las tablas y que ya no es objeto, para bien o para mal, de consideraciones morales. Pero eso sería mentir, y eso lo hago siempre que la verdad no sea más divertida. La carne -el cuerpo- sí es objeto de numerosos e inflexibles mandamientos: no fumarás, no abusarás de las comidas grasas, controlarás los niveles de colesterol y triglicéridos... Esas cosas. Pero en la fuente de la vida, el sexo, el único pecado concebible para la mentalidad moderna es reprimir o restringir lo más mínimo cualquier deseo o capricho, por disparatado, desleal o nocivo que resulte.

Auque te cueste, confía en la lujuria en caso de emergencia: tu pupilo no se planteará siquiera luchar contra una tentación que le han enseñado a ver como el bien supremo.
Asmodeo

miércoles, junio 08, 2005

Se prohíbe pensar

Cuando el sistema es perfecto y está pensado para lograr la felicidad universal, disentir no es meramente un error, sino un crimen o una patología. No es necesario razonar con el disidente, igual que no se razona con un loco o un asesino: se le interna o se le suprime, sin más.

Hasta el pasado siglo, los pensadores tenían que confiar en la fuerza de los argumentos para sostener sus doctrinas. Podían recurrir, naturalmente, al ataque personal contra alguno de sus contradictores, pero no contra todos. Y en esto llegaron dos gigantes, Marx y Freud, que incluyeron en sus sistemas un 'mecanismo de seguridad' que descalificaba automáticamente a sus contradictores. Toda la realidad, decía el primero, es mera superestructura del verdadero cogollo, la lucha de clases y la propiedad sobre los medios de producción, de modo que los argumentos contrarios al marxismo no hacen más que racionalizar intereses de clases. Para Freud, cualquier ataque contra el psicoanálisis era una prueba de neurosis en el disidente. El subconsciente desea, y la mente consciente no hace sino racionalizar esos deseos en forma de argumentos.

La progresía ha asimilado perfectamente este sistema de ‘no argumentación’, perfeccionándolo hasta el extremo. Ha creado un completo ‘newspeak’, una jerga orwelliana que les exime de argumentar. Calificar de ‘fascista’, ‘ultra’, ‘fundamentalista’ o ‘radical’ es mucho más eficaz -e infinitamente más cómodo- que emplear hechos incontestables y argumentos bien trabados en la discusión. La última joya léxica es ‘homófobo’. No importa que estemos hablando de una realidad que la propia izquierda ha condenado durante siglos o que ni una sola civilización haya reconocido jamás un imposible matrimonio homosexual. Cualquier cosa que no sea una servil y minuciosa aceptación de todo el ideario gay nos convierte en ‘homófobos’, es decir, psicópatas que tienen un miedo irracional a la homosexualidad derivado de tendencias homosexuales no asumidas. A Stalin se le caería la baba con semejante invento.

Con o sin constitución

En una viñeta del genial Tono, uno de los mejores humoristas de posguerra, una señora se dirige así a una doncella de uniforme y cofia: “Puri: pregúntele al señor qué está buscando y dígale que lo tiene delante de las narices”. Tengo para mí que la maldición del periodista es dejar pasar siempre las grandes noticias de cada época. Inmersos como estamos en la minuciosa actualidad, en las rivalidades de los partidos y las luchas políticas, la última declaración inane de un gobernante o cualquier efímero proyecto de moda nos impide ver los fenómenos que van a condicionar nuestro futuro inmediato aunque, como en el chiste, lo tengamos delante de las narices.

Se apruebe o no, la Constitución europea no pasará sino como una nota a pie de página en los libros de Historia. Lo que va a condicionar el futuro del Viejo Continente, lo que empieza a determinar su presente, es una simplísima cuestión aritmética: los europeos no tienen hijos. Todos los grandes problemas políticos y económicos vendrán de ahí: el choque cultural de una inmigración masiva, la previsible quiebra del Estado del Bienestar, el declive de la innovación, las presiones para universalizar la eutanasia. No tiene sentido hablar de la Europa que vamos a legar a los hijos que no hemos tenido.